Ocho en punto, la hora de la creatividad. Rosella se instala plácidamente frente a su monitor de 21 pulgadas. Posa sus dedos tal cual como le enseñaron: mano izquierda asdf, mano derecha ñlkj, simultáneamente.
La taza de café sobre el portavaso humea. Ella piensa - o cree que piensa - . Los minutos pasan y la historia que pensó mientras venía en el BMW la vació en la calle, justo al lado de aquel hombre feliz, un carpintero tal vez.
Rosella sabe que puede escribir, mejor aún, su postgrado en La Complutense de Madrid así lo demuestra. La música clásica suena, no así su teclado IBM. Se Frustra. El café está frío, opta por una copa de vino tinto que la perfuma. A través del ventanal observa las luces silenciosas de la ciudad. Espía a su alrededor y proclama: “hoy tampoco es mi día”. Y parte.
Bajo el neón de la cerveza se contornea, sus yemas se deslizan por el borde de la copa que sostiene. Así se deslizarán por algún abdomen portentoso esta noche. “Buscando historias”, dice ella.
Así ha pasado días, o mejor dicho, noches. Noches buscando historias, deleitándose, haciendo un ritual de inspiración. Acaba la noche y acaba ella, acaba él también. Vuelta a la rutina.
Ocho en punto, la hora de despertarse. Al despacho de papá directo con café expreso. “Ocho veces la han llamado señora Rosella, que pase buscando los exámenes por allá”.
Ocho en punto, la hora de la desolación. Se acuerda de la Chappard, de “Magic”, de Mercury. Ella piensa – ahora sí – que nada de esto hubiera pasado de haber puesto dos puntos en la primera oración de este cuento.
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