(fragmento)
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La pesada luz inquisidora le hería en lo profundo del orgullo como apocalíptica espada de dos filos. Maldita sea, había vuelto. Había vuelto de aquel lugar de ensueño donde mujeres de ojos terriblemente elocuentes, como pozos, como abismos donde se sentaban leves duendes a conversar en idiomas extraños, colgando los pies, le saludaban de lejos con la mano. Ese lugar tan, tan lejano –como el reino muy muy lejano de los cuentos de hadas en los que nunca creyó- donde mujeres de todas las edades que uno sueñe levantaban la mirada y le grababan para siempre…
Había vuelto, y se lo decía la luz inquisidora, el teléfono que repica y no contestan… repica con cruel estruendo y nadie del otro lado de la línea. Intentó cerrar los ojos y morir poco a poco… pero la estrategia fallaba, y debía finalmente levantarse y caminar el día, decir “presente” al mundo real, a las calles de siempre y los autobuses desconfiados que le escupían toda el agua de los charcos, con una última frenada de desdén…
¿Qué había pasado? No podía recordarlo. No quería recordarlo. Ya no estaban ahí las mujeres de ensueño, que de pie esperaban su llegada, ondeando sus cabellos negros como una sutil bandera contra el viento. Ya no estaban ahí las risas de una infancia nunca sucedida que por un momento habían parecido dibujarse…
Vistió entonces su traje de ermitaño y con la impunidad feliz de ser un desconocido, salió a la calle. A lo lejos, una mujer encendía un cigarrillo contra el viento. Entre todos los seres que corren, que viven y que se arrastran bajo el sol, allá, en un país lejano, tal vez inexistente, una mujer desconocida también encendería el suyo, con el fuego tenue de la mañana.
El hombre en el banco de la calle, sonreía. Se daba el lujo de amarla, así, desde la otra esquina de la vida, sabiéndose desde ya perdido, desde ya sin esperanza alguna… desde niño lo había sabido, con la referencia feliz de los cuentos de hadas: Ese país muy muy lejano, el de las princesas y las sabias hechiceras de ojos de abismo e inteligencia terrible, era, definitivamente, muy muy lejano…
Pero así no más, con la impunidad feliz de su secreto, dibujaba una sutil sonrisa al día nuevo y a la gente y a todos los seres que se levantaban y caminaban y corrían y se arrastraban bajo el sol: Pobre mundo, lo siento por ti. No conoces a esa persona.
Pobre mundo, lo siento por ti… no la conoces.
Y pensar que todo afuera, después de esa mañana… seguiría igual….
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