DECORO
El aura le brillaba tras los destellos bruscos de la potente luz de los reflectores que tenía en su estudio, pues era, aparte de poeta, un renombrado fotógrafo. Su diversión más simple consistía en mirarse en su espejo por largos espacios de tiempo. “Acá descifro el enigma del hombre”, se regodeaba.
Después de un día de intenso trabajo en el colegio caía rendido en su poltrona, pero siempre, con firme decisión, se levantaba antes de entregarse en serio a las lides del sueño, y se deleitaba con la expresión cansada de su rostro: las comisuras de los labios, cuando había tenido un buen día, casi desaparecían en sus mejillas, y éstas, recogidas, con el resultado informe de la sonrisa dibujada, se llenaban de alborozo con ese efluvio de tímido sonrojo que le aportaba el saber que se encontraba en su casa, lejano de tantas turbaciones.
La lucidez sobrevenía cuando sus poemas habían sido aplaudidos por sus alumnos o cuando una exposición de fotografía había sido alabada con cualquier orden de adjetivos.
Su poesía de herrumbre, como a él mismo le gustaba llamarla, “se oxidaba con cada golpe de palabra, dejando a su paso una huella corroída en el alma de quien la escuchaba”, apuntaban los panfletos literarios. “Tenemos poeta para largo” afirmaba el único periódico de ese pueblo olvidado, en grandes titulares, después de cualquier presentación en la antiquísima catedral.
Un día cualquiera llegó a la ciudad un maestro de una lejana aldea. Sus derruidas maletas venían cargadas del aliento pertinaz de esos caminos que tuvo que recorrer en su desbandada; sus zapatos cargaban con las huellas de la huida finamente estampadas en su piel y su vestido parecía más un suspiro que un atavío. La primera presentación, por cierto un poco almibarada por lo inusual de ella, consistió en definirse a sí mismo como un aprendiz inacabable de eso que llaman la creación poética, porque, como vehementemente lo aseguraba, creía en la pulcritud e indescifrabilidad del mensaje criptográfico de los versos. “Esa emoción indescriptible difícilmente puede ser calificable con adjetivos”, agregaba. Allí redescubrió que sus “conspicuas ideas” a nadie le importaban.
Le pidió este nuevo maestro de escuela a su colega, después de conocer sus calidades artísticas, que le permitiera dejarle ”narrar sus pobres versos”, en su casa si pudiera, pues por mucho tiempo escribió sin pausa y nadie le había escuchado sus “denuestos a Cervantes”.
—No faltaba más, bien puedes hacerlo —le contestó—. Estás invitado cuando tú quieras— le respondió con curiosidad.
El ánimo no podía ser mejor en Elías, que así se llamaba el forastero. Ese profético nombre sacado de las fantasías bíblicas por su anciano padre, primigenio inspirador de sus recovecos mentales, le serviría para presentarse más en los prostíbulos que en las veladas de los grandes señores o de los renombrados intelectuales. La desgracia caminaba atada a la piltrafa de su nombre.
Hermético, casi autista, hablaba para adentro todo el tiempo. Tímido hasta reventar, cuando empezaba a arañar sus versos la tierra siempre se lo tragaba al gatear despistadamente por las primeras líneas: le flaqueaban las piernas, sus manos parecían el combate de una rosa contra el viento, su voz salía con delgadez de agonizante y su cabeza se insuflaba de pavor. Pero era valiente y siempre salía airoso; su rima casi era un canto y sus imágenes deleitaban a quienes se atrevían a seguir sus tortuosos pasos.
Llegó esa noche en que no había luna para Elías por más luna que hubiera. Era una noche sin esperanza. No reconocía las calles ni las direcciones a pesar de llevar en su libreta el respectivo mapa y la cuenta gota a gota de sus primeros cien días. Adaptarse, tras una humillación de desplazado, era algo colosal.
Cuando los niños lo vieron por primera vez, se sorprendieron y jocosamente le recibieron como si no fuera él a quien ellos esperaban pues su figura no correspondía a la de un maestro: su pobre facha dejaba entrever más a un loco fugado de un pabellón siquiátrico que a un profesor de literatura. Pero él recibió este saludo como si nada, conociendo de antemano que siempre era lo mismo cuando él se presentaba por primera vez ante un auditorio despistado.
Total, cien días de acopio de pesadumbre y de indiferencia, le llevaron a una incapacidad temporal de recordar geografías extrañas. Se tardó pues, un tanto, mientras alcanzó la casa de su neófito amigo.
—Buenas noches profesor.
—Buenas noches Elías, pasa y acomódate por ahí.
La conversación corrió fluida. Las razones y las sinrazones de su llegada a ese pueblo frío se dieron sin esperar. Lo inapropiado de sus ropas de clima cálido fue una discusión complementaria. A Elías lo apuraba la ambición de desnudarse ante su par y de esa manera alivianar el equipaje de sus miedos. Narró, sin pestañear, su historia personal y esperó reciprocidad del otro vate. Leyó las poesías que siempre llevaba encima. Hablaba en ellas de la vida y de las mujeres, de su pueblo y de su silencio, de las epopeyas de sus abuelos, del amor y de sus desvaríos y de la torpeza del mundo: se extasió en su fantasía y en su riqueza proverbial, y murió en el recodo de cada metáfora poética.
Abelardo no podía creer lo que escuchaba. ¿Qué era aquello que había percibido? ¿Acaso era la nueva poesía, la posmoderna? ¿Esas imágenes tan confusas, era lo que requerían acaso estos tiempos nebulosos?
En un trasnochado arrebato de solidaridad, como para que no le quedaran dudas a Elías ni a él mismo de que no quería ayudarle a salir adelante, le propuso declamarlas en el colegio. Para ello hablaría con el rector, hombre de prosapia y cultura elocuentes y le pediría el favor de reunir a todos los grupos y a todos los profesores en el patio central de la institución, y por qué no, podían hasta invitar a la prensa si era necesario. El aliento casi le salía silbando por la ahora deforme boca.
Elías aceptó con gran regocijo la pretendida sinceridad de esas palabras haciendo hincapié en la no presencia de personas ajenas a la institución para ese acto público, pues no quería enlodar con pánico sus esfuerzos vitales.
Era una tarde carcomida por el fuego de la luz. No asomaba en el cielo ni tan solo una nube. Ese día el azul no sólo era pertinaz sino más intenso, y las golondrinas tejían con su vuelo figuras extraordinarias. No había viento que impidiera leer los sucios pergaminos cargados de extravío.
Elías se derrumbaba ante su público. Nunca antes lo habían tenido en cuenta para un acto de semejante vivacidad y decoro, pues su retraimiento y su miedo le habían impedido cantar sus letras. Su parco atuendo se movía en un rítmico temblor como si fuera éste quien se prestara a lanzar sus alaridos.
“Un zahorí se ahoga
en las arenas de su deseo.
Luciérnagas no dejéis
que el sol se pudra
en las albercas”
Figuras literarias descorrían velos:
“El sobrino del viento,
el amante del fuego,
el heredero del vacío,
el cazador de sombras
era una sombra.....”
Las ricas imágenes aleteaban cual pelícanos tomando su presa. Las notas multiformes de su egregia música, subían y bajaban como en altamar lo hace un barco a merced de la furia apolínea de su nodriza. Huracanadas palabras despedía por su boca sin contención alguna. Su delgada voz era ahora un trueno.
Los altavoces se atiborraron de palabras nuevas y de imágenes nunca antes vistas y por miedo, a veces, enmudecían. Los educandos y todos en el colegio sentían reverdecer su cerebro con aquellas evocaciones......
La estirada boca de Abelardo tras el asombro partió su rostro en dos hemisferios de dolor. Su lividez y la hondonada de sus ojos reflejaban el sopor de la impotencia. Sus ojos quebrados ahora por la vergüenza de haber envidiado a Elías, de mala manera, no querían mirar a ese poeta asilado en la nube de la hipócrita conjura. “Las líneas de los diarios, que sutilmente convidé, no pararán de adular a este fugitivo”, pensaba más con deseos de proferir un suspiro que de matar al intruso.
El aura, aquella que imaginaba desde el momento en que su madre se la enseñó, se vino a menos. Sus poderosos reflectores, compañeros de infortunio, no alcanzaban a dibujarla. Sus apretados labios, ahora color lila, detenían con fuerza un grito espurio; sus manos se atestaban de un raizal de despojos. Era un lamento lo que ahora el poeta miraba.
“¿Lucha de titanes o alejamiento de la arena?¿Profesor emérito más que juglar?”, pensaba sin pausa, con el corazón ad portas de vomitarlo.
Pensó, se tomó su tiempo......
El hálito regresó y las luces multicolores de su figura, amén de la placidez de su rostro, allanaron alegremente el entorno del ahora discípulo mañanero. Nacía otro aire, otra mirada......
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