Traté de decírtelo, esa tarde neblinosa, o noche, no lo recuerdo bien. Mirándote a los ojos, que me devolvían una mirada fría y desconfiada, y tratando de contener las lágrimas, esfuerzo que coroné con dignidad, te lo dije. Te dije que aunque yo quisiera, nada volvería a ser igual. Tú lo sabías bien. Sabíamos los dos que todo cambiaría, y mis explicaciones, mi miedo a esto poco importaban. Ya nada de lo que te dijera cambiaría algo. Me quedé helada. Me dolió. Me sorprendió tu dureza. Yo no habría podido. Sentía que seguías enojado conmigo, sentí tu frialdad. Sentí que no me tenías el menor respeto como persona, como amiga, toda mi amistad te parecía poca cosa. Eso, te confieso, hizo que te sintiera distante. Después seguimos hablando de cualquier cosa, pero me quedó la triste sensación de que yo te pedí perdón y tú no me lo concediste.
Cuando nos despedimos sentí que ya no éramos amigos, que nuestra complicidad se había roto para siempre. Ahora que pasan las horas y no me llamas, me digo que no volverás a confiar en mí, a abrirme tu corazón. Es una pena, yo te sigo queriendo, aunque tú no me quieras más.
Me he detenido un momento a pensar en los recuerdos más intensos que tengo de nuestra amistad. Y pienso ahora que esa amistad se rompió con los años por la misma razón que la hizo especial: porque la simpatía natural que nos inspiramos al conocernos acabó mezclándose -peligrosa, equivocadamente- con nuestros anhelos, tus confundidos anhelos, mis temerosos anhelos. Sospecho hoy, en un ejercicio de especulación perfectamente inútil, como inútiles son sin duda estas líneas, que si no hubiéramos tratado, con menos ardor que espíritu juguetón de ser algo más, nuestra amistad habría resistido mejor los embates del tiempo y yo, tal vez, hubiese sabido ser tu amiga. Pero fueron esos primeros besos, esos juegos los que acabaron minando nuestra amistad. Porque nos revelaron, de un modo brutal, nuestra incapacidad de amarnos bien. Nos mostraron la inexistencia de lo que decíamos sentir.
Por eso, por todo esto, me sorprendí (y lloré por eso, no se si lo hiciste tu también). Me sorprendí, no pensé que fuese capaz de imaginar mi futuro prescindiendo por completo de ti. Y aquella tarde, ni siquiera nos miramos a los ojos, ni siquiera pudimos contarnos lo que había pasado esos largos, tristes y solos días. Ni siquiera intenté explicarte, con buenos modales y mirándote a los ojos, que no tenías la culpa de nada. Una vez más, y a pesar del cariño que sentía, te hice daño, y lamentablemente, tú a mi.
Luego de algunos días, esa noche en la que nos volvimos a ver, inesperadamente fue la última, la final de nuestra amistad. Te saludé, besé tu mejilla. Pero esa noche, yo quería besarte. Me sentí atraída por ti, enamorada de tu pelo embrujado, de la inocencia perdida de tus manos, de tu sonrisa. Por eso quería besarte esa noche. Pero no te lo dije. No me atreví. Tuve miedo de lo que pudieras decir, como podrías reaccionar. Vi en tu mirada que acaso tú jugabas con la idea de reencontrarte con la erizada piel de mi espalda, con la sinuosa furia de mi manos y las tuyas bajando por los cuerpos de vainilla. Y recordé ese beso absorto, inerte que te di en la despedida, cuando me iba de tu casa, una tarde como las de antes, regresaba. No supe entonces lo que se ahora: que ese sería nuestro último beso. De haberlo sabido no habría dudado entonces aquella noche, la última noche en darte aquel beso, ese que tenía guardado para ti.
Ahora sabes tú de mi torpeza, ahora sabes tú de la infinita ternura que me inspiraste. Por eso, y lamentablemente, nunca te voy a olvidar.
Aquí me tienes ahora, fatigada, recordándote en silencio. No te he vuelto a ver desde aquella tarde. Siempre te quise, te sigo queriendo, no lo dudes nunca, por favor. Pero aún así, éramos incapaces - sobretodo yo- de querernos bien. Mi recuerdo más vivo de ti son tus manos. Fue una suerte conocerlas, besarlas, merecer sus caricias. Como ves, estoy triste. Presiento que todo esto es una despedida. Ya desde antes todo esto se veía al final. Mi contrariada ilusión de verte, la amargura de sentir tu indiferencia: aquella fue la primera señal de que nuestra amistad se veía condenada a extinguirse. No voy a llamarte más. O mejor: voy a tratar de no llamarte más. No quiero ser impertinente, como en mis últimas llamadas. Nunca las debí hacer. Si ya no me quieres y has decidido olvidar mi existencia, debo aceptar la derrota con dignidad. Al final, lo último que se pierde es la dignidad, como dice mi madre. Ahora estoy sola y en silencio, como me gusta pasar los días. Sé que no llamarás. Seré fuerte y no te volveré a llamar. Mi orgullo esta vez, otra vez vuelve a mí. Con suerte, el destino organizará, a su traviesa manera de hacer las cosas, un encuentro inesperado entre nosotros. No quiero hacerme ilusiones, sin embargo. Prefiero pensar que no te veré más. Escribo esto último –no te veré más- y me duele. Me consuelo pobremente con mis recuerdos de ti. Por eso he querido escribir esto: para seguir queriéndote, para no olvidarte. Pero todo esto, me duele admitirlo, es un ejercicio inútil, una boba fantasía. Se que no llamarás. Por lo visto, has decidido extirparme de tu memoria como se retira a un tumor canceroso, al que después, para seguir viviendo a plenitud, tienes que olvidar. Me hago ahora la promesa de que no te llamaré mas, y no por rencor sino por respeto a ti. Viviré con el cálido recuerdo de tu amistad. Debo decirte, sin embargo, que doy gracias por haberte conocido. Aprendí muchísimo de ti. Tú me enseñaste a querer, a llorar. Tú mejoraste mis días confundidos. Por eso te llevo siempre en mi vida, en mi alma, en mi corazón.
Gracias por haberme salvado de los infiernos, por haber creído en mi cuando era una desgracia solitaria. Gracias por seguir siendo mi amigo del alma. A pesar de que tu ausencia se disperse cada vez mas. Y ahora, me quedo sin ti. Es el precio del egoísmo. Ahora estoy sola, siempre lo temí, y ahora no pasa otra cosa por mis días. A veces te encuentro y me sonríes en mi imaginación, en la quietud de mi habitación. Y te busco ahí, en mi habitación y en mis recuerdos. Donde quiera que vaya, te seguiré buscando. Ahora que ya no estoy mas contigo y soy tan solo un borroso recuerdo, escucha mi voz a lo lejos susurrándote: gracias por haber sido mi amigo.
Estractos de Jaime Bayly, ligeramente cambiados... evidentemente. |