Nos conocimos un sábado y contrario a todos los pronósticos nos enamoramos como dos adolescentes.
Él de mi caderas, yo de la dulzura de sus labios.
El nuestro fue un deslumbramiento instantáneo, un encuentro de pasiones desbordadas.
Ese éxtasis que solo comprenden los que quedaron prendados de un gitano de ojos verdes y manos encantadas.
Bastaron solo unas palabras para comprender que nos pertenecíamos y sobraron los espacios entre nuestros cuerpos embriagados.
Bailaba bien, como bailan los que se saben seducidos, arrebatándome en cada acercamiento para dejarme alborotada en cada huida.
Yo lo cautivé también, danzando con mis manos, envolviéndolo con los palmas desnudas y girando.
Caímos locos de amor en algún cuarto, no puedo precisar en el límite de que ciudad o de que barrio,
sólo sé que nos tapamos con sábanas moradas y nos descubrimos extasiados,
dibujando la sombra del deseo en el espejo ajado del cielo de la cama.
Su forma encajó perfecta entre mis armas y a pesar de que el éxtasis nos apuraba,
estuvimos en el trámite de estudiarnos cada espacio toda la jornada.
Como si supiera, la luz de otra mañana nos despertó impaciente
y reveló lo que el hechizo no podía: él, morocho de ojos apagados, yo, sabiéndome vencida.
Desde entonces vago acongojada buscando en burdeles y moradas
la magia y desatino de unos diamantes verdes con manos maldecidas.