Mi casa es una isla perdida, un secreto lugar de reunión, una cueva. Está construida de una manera extraña y los sonidos no salen ni entran de cada habitación. Algunas partes están detenidas en el tiempo y recrean una y otra vez el olor de un momento en particular. Siempre es sábado de mañana en la terraza, y en el balcón, tarde de domingo.
No se puede andar por ella sin conocerla, porque está llena de puertas y agujeros que van hacia otro lugar. Si se va al baño, por ejemplo, hay que estar antento. Puede pasar que uno se lance desesperado por la necesidad, y al abrir se encuentre con una amiga que hace mucho que no veo y que quizás justo en aquel momento se me dio por extrañar, y entonces, pobre de usted, le servirán un vaso de vino, lo sentarán en la rústica mesita de la cocina y le preguntarán por mí, mientras usted aprieta las piernas temeroso de ir a otro baño y perderse para siempre. O peor aún, quizás abra la puerta después de darse una ducha para encontrar que, donde antes estaba mi habitación está el escenario del teatro Roma de Avellaneda, y la gente lo aplaude de pie y muerta de risa, mientras usted intenta disimular que está desnudo.
La heladera tiene ataques de nostalgia y a veces le sonríe con una leche chocolatada con vainillas o la natilla de la abuela. El control remoto cae siempre por el mismo agujero interdimensional que, según calculo, anda por alrededor de mi cama. Y a veces las llaves se van un rato con él. Los cajones recuerdan cartas de amor y se llevan mis documentos para traerme de vuelta sobres de color celeste cielo.
Pero lo mejor es cuando de pronto el tiempo se pone de acuerdo. Entonces, al abrir el cajón de la mesa de luz encuentro un papel arrugado con aquella dirección. Saco de la heladera el recuerdo de un vinito compartido y sonriendo abro la puerta del balcón para perderme otra vez por algún lugar añorado de tarde de domingo. Y a veces parece que vuelvo. Pero no... |