Dolores Malospasos caminaba tranquilamente por avenida Acueducto, sus caderas se bamboleaban maravillosamente debajo de su minifalda. Detrás de ella, siguiendo sus pasos, iba Rodrigo Montesdepato, a quien la policía llamaba El Chacal de la Chapultepec (y es lo único que sabían de él, además de las 27 mujeres que había violado y matado).
Rodrigo llevaba en la bolsa de la gabardina un puñal con el que pensaba matar a Dolores, pero no pudo hacerlo porque Martín Vallejo Floresrojas (el asesino del Chevy Rojo), lo reventó con su Minicuper azul cuando Rodrigo cruzaba una ancha avenida.
Dolores ni color se dio; continuó su camino hacia el oeste con paso cadencioso. Arriba, el sol apartó las nubes para contemplarla libremente (desde arriba, el cuerpo de Dolores se veía fenomenal). Abajo, la muchacha sintió el calor de la mirada del astro y se quitó la blusa.
Un viejito que vio sus pechos bambolearse cadenciosamente sufrió un paro cardiaco, un homosexual se volvió eterosexual, un gordo patizambo bajo 53 kilos de puro sudor, Josefina Nicolor se volvió lesbiana, Marco Antonio Rivacastillo estranguló a su novia y María Luisa Fuenteverde se pintó la boca de rojo encendido.
Dolores Malospasos, ajena a las reacciones que provocaban sus pechos desnudos, siguió su camino. Detrás de ella, el grupo de personas que la seguía con mirada lúbrica crecía continuamente. Más de una persona intentó apoderarse de ella, pero los demás no lo permitieron.
Marcos Castillobrumoso descansaba a la sombra del Acueducto cuando la vio pasar. Fue tal su impresión que se bajó los pantalones y comenzó a masturbarse. Al verlo, Violeta Gorotiza se lanzó contra él seguida de otras cuatro mujeres y un gay. Entre todas lo violaron con tal violencia que Marcos murió entre espasmos de sorpresa. Como la cosa ya no tenía remedio se lo comieron y sus huesos quedaron regados bajo un arco.
María Luisa Fuenteverde envolvió su cuerpo en un babydoll color negro, se puso una blusita café claro y una minifalda color vino. Su cabello bajaba en cascadas negras como la conciencia de Artemio González, quien se sintió molesto por no salir de personaje en este cuento y decidió eliminar a Dolores Malospasos.
Para las tres de la tarde el tránsito estaba completamente bloqueado en la avenida Acueducto y en todas las calles de la Chapultepec Norte. El caos amenazaba con extenderse a toda Morelia. El gobernador decretó estado de emergencia general y toque de queda inmediato.
Pero las fuerzas armadas, la policía, los bomberos y las hermanitas de la caridad hicieron caso omiso a la llamada de la máxima autoridad del estado, pues todos seguían los pasos de Dolores o se encontraban involucrados en alguna de las tantas orgías o habían sido asesinados en uno de tantos ritos eróticos que ocurrían en las inmediaciones.
Los noticiarios nacionales e internacionales perdieron a sus corresponsales, por lo que se dedicaron a especular sobre un golpe armado, o un terremoto, o inundaciones o cualquier cosa que se les ocurriera que había sucedido en Morelia.
Para entonces, el gobernador y el presidente municipal de Morelia habían dejado de lado sus deberes en el gobierno y estaban reunidos en alguna oficina pública mostrándose mutuamente sus atributos sexuales.
Los niños, repartidos por toda la ciudad, estaban encantados por la ausencia de jóvenes y adultos. Se dedicaban a sus juegos alegremente mientras Marías Luisa Fuenteverde salía a la calle con su bolso colgándole al hombro.
Al otro lado de la ciudad, Martín Mirasoles leía poemas de Jaime Sabines sentado en el sillón de su casa, ajeno (él y su sillón) a lo que ocurría en el resto de Morelia. Tampoco le importaba gran cosa si Artemio González acumulaba el rencor contra el autor del cuento y todos sus personajes.
De hecho, Artemio González urdía su plan para acabar con el cuento mientras esperaba, en la esquina de la avenida Lázaro Cárdenas y Acueducto, la llegada de Dolores Malospasos. Sin embargo, su plan no pudo cristalizar por dos razones:
a) Dolores Malospasos no llegaría a esa esquina por razones que el lector conocerá más tarde.
b) El autor no está dispuesto a permitir que en este cuento imperen los intereses personales por encima de los intereses generales, por lo que eliminó a Artemio González con un meteorito que cayó sobre su cabeza.
Al llegar frente de la Unidad Deportiva Venustiano Carranza, Dolores Malospasos se detuvo, soltó su minifalda que cayó a sus pies, provocó un suspiro apagado y a coro en sus miles de seguidores, pateó la prenda y cruzó la calle.
En ese momento, el cielo se iluminó por una roca que bajaba del espacio, pasó rauda por encima de las cabezas de los seguidores de Dolores Malospasos y se fue a estrellar en la cabeza de Artemio González, cuya frustración desapareció en el último instante al comprender que finalmente fue un personaje de “Las nubes no son grises”.
Dolores Malospasos caminó hasta la cancha de futbol, en cuyo centro, pasmado al verla, se encontraba Mariano Goicochea Iñiguez con su uniforme del Cosmos, equipo que no pudo realizar el partido programado porque sus integrantes se toparon con la caravana que seguía a Dolores.
Más allá, lejos, María Luisa Fuenteverde conducía su Clío con rumbo a Santa María de Guido; se alegró ligeramente ante lo despejado del tráfico y siguió su camino. Arriba, en su casa, Martín Mirasoles fumaba un cigarro mientras leía poemas de Jesús Rosales.
En México, intrigado por lo que pudiera estar ocurriendo en Morelia, el presidente de la República llamó al gobernador a su celular. Al escuchar la voz entrecortada y las frases inconexas de la autoridad estatal, el presidente pensó que se estaba perdiendo de algo. Fue tanto su coraje que salió al exilio.
Nadie notó la falta de autoridad en el país, porque todos los mexicanos estaban tratando de entender lo que ocurría en Morelia; no sabían si donar latas, conseguir dinero, hacer compras de pánico, tomar las armas y lanzarse al monte o dedicarse al pillaje.
Por su parte, Dolores Malospasos había llegado hasta Mariano Goicochea y lo miraba fijamente. Éste consideró que lo más apropiado ante esa situación era quitarse la ropa, abrazar a la muchacha y tenderse con ella en el pasto, acariciados por los rayos del sol que, ante el espectáculo, se puso más rojo que un jitomate.
La gente del mundo que en ese momento era iluminado por el sol, consideraron el fenómeno como un presagio de algo raro (no sabían si funesto o de buen agüero). Ante la incertidumbre, duplicada por el desconocimiento de lo que ocurría en Morelia, decidieron hacer orgías comunales.
Los que dormían tuvieron sueños húmedos pero alegres, por lo que al día siguiente despertarían de buen humor.
En el Venustiano, la señal fue dada; bastaba ver a Dolores y a Mario revolcándose en el pasto para comprender que el mundo había cambiado. Y entonces sí que las cosas cambiaron, no sólo porque los observadores de pájaros se dedicaron, desde entonces, a observar las estrellas, sino porque la gente recuperó su capacidad de sorpresa.
Y es que de pronto, en ciudades como Bogotá, Washington, Monterrey y Córdoba, muchas personas descubrieron que el sol no se había movido ni un ápice (y cómo, si estaba entretenido contemplando a Dolores Malospasos fornicar alegremente), y que además estaba de un color rojo encendido.
Pero la sorpresa fue lo de menos, porque sirvió de tema de conversación en los juegos introductorios a la introducción verdadera de un coito más generalizado que las religiones judeocristianas.
En Morelia hubo muchos muertos, una gran cantidad por paros cardiacos (pero los muertos quedaron con caras de inmensa alegría), otros por canibalismo en su contra, otros por asesinato pasional y algunos simplemente porque se les pegó la gana morirse de puro contentos que estaban.
Y mientras esos acontecimientos se presentaban en las inmediaciones al Venustiano Carranza y en el sistema solar, María Luisa Fuentesverde llegaba a casa de Martín Mirasoles, quien leía poemas de Boudelaire mientras comía tortas de queso amarillo y jamón.
Mariano Goicochea estaba completamente tieso y Dolores Malospasos se separaba de él con un suspiro de satisfacción cuando María Luisa Fuentesverde entraba en la casa de Martín Mirasoles, y éste la recibía con un poema de su propia autoría, lo que provocó un frenesí amoroso en la muchacha.
Cuando Dolores se levantó, a su alrededor había un amasijo de cuerpos desnudos, vivos y muertos, que representaban a un montón de gente satisfecha. Recogió del piso unos pantalones que le quedaron grandes y una camisa en la que su cuerpo nadaba como en el océano, y se las puso.
Como el sol comprendió que ya no había nada que ver siguió su camino hacia el poniente. Los que estaban vivos también se levantaron y, como pudieron, se fueron a sus casas. Los únicos defraudados ante el regreso de la normalidad fueron los niños, quienes con pesar comprensible vieron el regreso de los adultos, pero no fue sino una simple impresión, porque los dejaron jugar en paz.
Los miembros del Departamento de Limpia, junto con algunos voluntarios, se las vieron negras para recoger y deshacerse de todos los cadáveres, los cuales, por decisión popular, fueron enterrados en una tumba de honor, a la que se llamó Tumba del Gozón Desconocido.
Pero antes de que la gente se diera cuenta de sí misma y de que despertara de sus extravíos, antes de que los niños se desencantaran y se volvieran a encantar, antes de que los coleccionistas de timbres postales se tomaran una cerveza a la salud del mundo, Dolores Malospasos abordó una Liberty roja que encontró con las llaves puestas en el Bulevar García de León y se dirigió a Santa María.
Dolores, a bordo de su auto, iba cruzando avenida Camelinas para subir a Santa María cuando Maria Luisa Goicochea y Martín Mirasoles se separaron de un abrazo intenso, lleno de sudor, saliva y otras cosas que no viene al caso señalar. Martín le dijo un verso de Nicolás Guillén y ella le dio a morder una manzana que nada tenía que ver con el pecado original.
Y luego, ambos se asomaron al balcón, desde donde vieron llegar a Dolores Malospasos en una Liberty roja. Ella descendió del automóvil y entró a la casa, cortó del jardín un par de rosas, una roja y otra blanca, y se las comió mientras subía los escalones. En el poniente, cansado, el sol se escondía a dormir tras las montañas.
–Las rosas tienen pesticida y funguicida –le explicó Martín Mirasoles como de pasada.
Dolores sólo se encogió de hombro y, después de pensarlo, decidió que no tenía más remedio que morir envenenada, así que se puso roja, luego azul y luego morada, comenzó a boquear y ante la mirada de los amantes murió sin demasiados aspavientos.
María Luisa derramo algunas lágrimas mientras Martín Mirasoles declamaba una poesía de Amado Nervo a propósito del acontecimiento.
Luego, ambos enterraron el cuerpo de Dolores Malospasos al pie de los rosales. Mientras cenaban, María Luisa expuso una idea que se le había ocurrido al oscurecer, justo antes de que Dolores estacionara la Liberty afuera de la casa:
–La vida carece de sentido cuando uno ha cumplido su misión.
Martín Mirasoles la contempló en silencio, sonrió y se encendió un cigarro; no se le ocurrió ningún poema al respecto.
En la ciudad, y en el resto del mundo, nadie se acordaba de Dolores Malospasos. Tampoco les interesaba mucho ni el comentario de María Luisa Goicochea ni si a Martín Mirasoles se le ocurría un poema o no. La mitad del mundo dormía cansada y la otra mitad se preguntaba que habría ocurrido del otro lado del planeta.
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