Fiesta
Las fibras, puestas allí pacientemente por orfebres milenarios, se estiraron casi hasta romperse: la vergüenza impidió que ello se diera. Los nudos, cientos de ellos, parecían una nube de cangrejos en procura de su presa. El viento frío mecía las sogas como lo hace un jinete con el zurriago para azuzar a su caballo. La mugre vitalicia que como huella de hombres invisibles se amontonaba iridiscente a lo largo de la artesanía, se descorrió con el sopor de la tarde y sin escrúpulo alguno, ahora humedecía los linderos de sus rostros. Los insectos, perennes sanguijuelas inclementes, saciaban su hambre con el líquido vital del renegado.
Sinfonías guerreras en perfecta conjunción ascendían como báculos paganos y herían los oídos de los advenedizos del ahora patíbulo, otrora patio de locuras de los infantes de la guerra. Las llamas, alegres, jugaban su papel pues los carboncillos ascendían vivaces con su rostro enrojecido de emoción y ejecutaban la labor previamente encomendada: corretear el poco aire que en el cielo aún se hallaba para que aquellos impenitentes sintieran en su carne los tormentos de los blancos.
Los tambores se batían como fieles adalides de la guerra, anunciando con sus gritos quejumbrosos de dolor visceral, la venganza de los muertos, de aquellos que sin quererlo están ahora a la diestra del Gran Padre. Ejércitos de hombres y mujeres festejaban la derrota del deseo insano de aplastar su cultura añosa con las bestias aceradas de escuálidos rostros blancos.
La tierra danzaba a la par de esos titanes y sus movimientos eran tan sensuales como aquellos que ejecutaban sin descanso alguno las hembras al ritmo febril de la narcótica lujuria. La luna, aquilatada para entonces, se posaba sonriendo sobre el nudo que cerraba la soga justiciera. La noche abrevaba el festín con una suave brizna de melifluas gotas.
El cuello del traidor, enhiesto y con un soplo de dignidad aprendida en sus años primigenios, se resistía a ser quebrado, pero sus ojos ya desorbitados para entonces, avistaban en la muchedumbre, con dolor ajeno, el antifaz de plata de su patrón venido a menos.
La pluma, que le fue conservada para no perder ese recuerdo, traía a la memoria las piruetas del niño tras los zorros: de allí su nombre. Gotas de pánico corrían como ríos por su rostro: su impotencia le arrebataba el último aire.
Desde abajo, su silueta de zorro en desbandada, no era majestuosa, sólo se notaba un bulto inerme, perdido de figura, suspendido en el horizonte y observado curiosamente por la luna que insistente, iluminaba el jolgorio de los salvajes.
De pronto un sonido ronco, que partía de la altura, crepitó, como lo hace la leña cuando recibe el portazo del fuego. La fiesta alcanzó el clímax tras el bramido de la justicia.
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