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EXCÁLIBUR Y EL REY ARTURO

Walter Saavedra.

Seamos optimistas hasta
en los momentos de mayor
pesimismo.

Es domingo… El día de ayer no tuve Internet porque el servidor no servía... Me puse a soñar, todo el tiempo que no pude conectarme. Y, así, desconectado, me quedé dormido. Hoy me levanté aún dormido, pero con una gran sonrisa entre los labios. ¿Qué era lo que causaba esa alegría en mí? Porque era una alegría desusada por lo inmensa que se veía; invadía todo mi ser dejándome una sensación tan hermosa que difícilmente la puedo comparar con algo que haya tenido anteriormente.
Me extrañaba, pues, que tan grande alegria viniera a visitarme este día que me encontraba solo, sin nada que pudiera entorpecer mis pensamientos… estos pensamientos que estaban dormidos aún. Me dije a mí mismo que la soledad tiene ese tipo de efectos en muchas personas...
Entonces, me di cuenta, recién, que había soñado eróticamente... con un erotismo raro, desusado pero hermoso, sin lugar a dudas. Y me había despertado pensando que aquella que despertaba mi erotismo era una mujer de excepcionales cualidades... No es raro ese pensamiento cuando la fémina es realmente excepcional. Pero, dábase el caso de que no era una mujer quien despertaba mi más candente erotismo, sino... una espada.
Me explico mejor: Hoy me levanté pensando que yo era el Rey Arturo, antes de ser rey. Llegaba a quién sabe dónde procedente del país donde vivía. De pronto, me di cuenta que me encontraba en un gran desierto. Éste era un "de pronto" muy raro, porque yo estaba allí y no era un simple instante el que vivía, sino que ya me encontraba allí mucho tiempo... tanto era el tiempo que me hallaba en ese lugar, que la cabeza me daba vueltas y el estómago golpeaba incesantemente pidiéndome comida y, sobre todo, agua.
Estaba solo en ese desierto. Sin nadie que pudiera ayudarme a salir de los momentos amargos que pasé buscando una sonrisa en medio de la tristeza de ese desolado lugar donde reinan las arenas.
Estaba allí sumergido en mi tristeza, solo, sin siquiera un oasis a la vista que pudiera mitigar mi sed, mi cansancio, mi dolor, mi desesperanza… mi soledad.
Ni siquiera un espejismo venía a visitarme, un espejismo que hiciera crecer mi ilusión de existir y me llevara a buscarlo –a buscar ese espejismo- para encontrar la muerte, con la esperanza de hallar la vida, en ese sueño descabellado donde las arenas reinan y el sol destroza.
Estaba desarmado, completamente desarrapado, los labios los tenía en carne viva y mi cuerpo era una completa llaga por la acción del quemante sol que había caído sobre mí quién sabe cuántos días ya. Y, para completar el cuadro, había mil enemigos que revoloteaban a mi alrededor tratando de capturarme para quitarme la cabeza.
No sabía qué hacer. Estaba cansado, tenía hambre, sed y tenía temor de ser capturado y muerto por esas personas que procuraban encontrarme... ¡y me buscaban incesantemente! ¡No tenía nada con que defenderme! ¡Estaba inerme frente a la adversidad del momento!
De pronto, miré hacia donde el sol sale... Porque el sol salió antes que otros días. Cuando levanté mi rostro hacia el cielo, vi con no poca tristeza que ese sol, que era parte de mis agonías, estaba ya apareciendo por el horizonte.
A diferencia de otros días, ese instante mágico de un sol que recién aparece y se muestra magnánimo puesto que no quema sino que hasta causa placer al mostrarse con belleza sin igual en ese horizonte que, algunas horas después, no querríamos ni pensar siquiera que pudiera existir por la forma como nos castigarían sus rayos, esos rayos que caían con un peso de plomo en nuestras espaldas, en nuestra cara, en nuestros pies… en nuestra alma.
En ese instante en que el sol recién salía por el oriente benigno, pude ver una gran piedra que estaba frente a mí. ¿Qué hacía una piedra como esa en el desierto? No era el lugar en que se podía encontrar una piedra y menos de sus proporciones. Ese desierto era el reino de las arenas, no de las piedras. Pero, como quiera que fuera, allí se encontraba esa piedra... donde no debería hallarse.
En esa gran piedra, llamando mi atencion, se encontraba incrustada una espada... ¡Qué hermosa era la espada! Yo sólo alcanzaba a ver una pequeña parte de ella: la empuñadura y algo más, muy poco en verdad, de la hoja, pero podía darme cuenta de la excepcional belleza que tenía. Indudablemente que el forjador había puesto todo su arte en forjarla.
No pensaba entonces que quien la habia forjado era una dama conocida simplemente como Dama del Lago... Sí, era la Dama del Lago, no se confundan ustedes con la Dama de las Cruces, que es otra, aunque tengan muchas cosas en común (a la Dama de las Cruces la conocí en las comunidades de Internet).
No me di cuenta, en ese instante, que se suponía que la piedra debería estar junto al lago, donde su forjadora la estuvo cuidando durante tantos siglos. ¿Qué hacía esa espada en este desierto? ¿Cómo habíase logrado traerla a este lugar desértico? Porque era una piedra tan inmensa aquella donde la espada estaba incrustada, que parecía más una montaña… para un joven como yo: enclenque y soñador.
No era tiempo de ponerse a pensar más, no era tiempo de tener ideas de este o de cualquier otro tipo. Esa espada era precisamente lo que yo necesitaba en ese instante para defenderme de los malandrines que buscaban capturarme y quitarme la vida. No era el momento de pensar en leyendas sino en buscar el medio de preservar la vida. La desesperación no deja mucho espacio para los razonamientos. Había que tratar de hacer lo que muchos no habían logrado.
Decididamente me encaramé en la gran piedra y tomé la espada. Sin ningún esfuerzo -y sin que hubiera sorpresa de mi parte por tal acontecimiento-, la saqué de la piedra. La hice mia. En la empuñadura tenía un nombre escrito esa espada: "Excálibur".
Yo, en otro tiempo que en el instante de la desesperación que me consumía no recordaba, había, por supuesto, escuchado hablar de Excalibur. ¿Y quién no? Conocía su historia: Las tradiciones decían que esa espada, Excálibur, sería de quien lograra sacarla de la gran piedra que la contenía, pero esa piedra se encontraba situada frente al lago en que moraba su forjadora. Se decía que la principal cualidad que debía tener quien poseyera a Excalibur tenía que ser la justicia… debía ser un hombre valiente y de un buen corazón.
Durante muchos siglos nadie había podido hacer salir a Excálibur de la piedra donde se encontraba incrustada. Los más valientes caballeros de todos los reinos llegaban a su morada junto al lado para intentar sacarla, pero nunca lo lograron porque estaba demasiado fijada a la piedra. Excálibur se encontraba sellada mágicamente con la misma piedra que le servia de cobijo.
Ahora… ahora Excálibur estaba aquí, en pleno desierto, frente a mí... ¿Habría venido a buscarme? Yo la necesitaba. Me era imperioso tener con que defenderme. Y precisamente cuando la necesité... estuvo donde yo la pudiera encontrar. Excálibur estuvo frente a mí en un lugar donde no debería estar y lejos, muy lejos de su forjadora y cuidadora. Estuvo en este desierto donde no solo no había ningún lago, sino donde el agua era difícil de encontrar.
La espada salió sin que yo tuviera que hacer el menor esfuerzo, en el primer intento que hice de sacarla. Casi como que ella misma se puso en mis manos. Excálibur salió tranquilamente y pude blandirla en mis manos.
La acaricié tiernamente. Le hablé como se habla a una mujer, a la mujer que uno ha esperado durante mucho tiempo y llega a nuestras vidas a complementarla, a hacernos ver que nosotros sin ella no somos nada. Para mí Excálibur no era una espada. Era una mujer, una mujer hermosa, una mujer de belleza serena.
Excálibur era pues una mujer, una dama guerrera, que venía a mí, a ayudarme (sí, yo sé que fui quien se había acercado a ella, pero en realidad era ella la me había atraido, era ella quien me había llamado, era ella quien me hizo buscarla de esa forma tan extraña. Sucedía que yo estaba desesperado y Excálibur llegaba a mí para ayudarme a salir del marasmo en que me hallaba). Excálibur, era mía, mía.
No solamente no oponía ninguna resistencia Excalibur a que la hiciera mía, sino que parecía alegre de estar entre mis manos. Ella no se oponía porque siendo la espada más bella, también era la mas sensible y flexible que el mundo haya podido conocer.
Excálibur, la espada mágica, tenía vida propia y precisaba ser tratada con cariño, por eso yo la acariciaba, le hablaba, hacía que durmiera conmigo... Creo que llegué a hacerle el amor en muchas ocasiones... pareciéndome encontrar, en ella, una respuesta positiva y ardiente a todos mis desenfrenados arrumacos.
Excálibur me protegía hasta en mis sueños... donde la veía transformada en una bella mujer: ojos cafés grandes, cabello largo y negro, boca sensual, rostro de querubín, cuerpo bien delineado por las curvas que Afrodita supo otorgarle... en fin, nada le faltaba.
Desde entonces, siempre he cogido a Excálibur de manera muy cariñosa, pero también muy diestramente. En esa primera ocasión que les contaba -cuando recién la encontré y me apropié de ella-, pude hacer frente a todos aquellos que estaban buscándome y los derroté sin mayor esfuerzo.
Nadie podría decir jamás que tuvo alguna vez entre sus manos una espada como Excálibur. Ella conversaba conmigo en los instantes de mayor intimidad, sobre todo en las noches serenas cuando conmigo dormía con su cabecita en mi pecho, acariciada por mis palabras de amor, entrelazando sus piernas con las mías, y rodeada de mis brazos, que le hacían sentir todo el amor que había despertado en mí... yo podía escuchar su respiración serena, y sus suspiros amorosos cuando nos encontrabamos en esos instantes supremos de amor inigualado.
Yo soy el Rey Arturo, aquél de quien habla la mitología inglesa, héroe en mil batallas, preferido y protegido del Mago Merlín, el mago más importante que el mundo haya conocido... ¿Qué de raro tiene que el Rey Arturo cogiera a Excálibur e hiciera con ella mil proezas?

Texto agregado el 17-09-2006, y leído por 168 visitantes. (0 votos)


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