Felipe virtió los últimos tragos de Canada Dry en la ya casi vacía botella de pisco al mismo tiempo que un viejo vago se acercaba a nosotros. Su aspecto, si bien no demacrado pero bastante sucio, delataban largas horas, quizás incluso días, dentro de algún bar de mala muerte (los cuales, por cierto, abundaban en el sector).
La música ya comenzaba a sonar desde dentro del pub, anunciando que el show estaba próximo a comenzar, y haciendo ver al viejo aún más fuera de lugar. Sus lentes setenteros, su bigote sucio de vino agrio y sus malolientes ropas cafés hacián obvio su intención: venía a pedirnos trago.
Se acercó pidiendo un minuto, con esa típica gesticulación de aquellos incapaces ya de pensar con claridad. Por un minuto quise apartarme, evitarme molestias y beber entre nosotros lo que aún restaba de combinado blanco. Sin embargo reparé en lo gracioso que esto podría llegar a ser: toda una anécdota para celebrar en futuras juntas. Una vez ubicado el sujeto dentro del círculo que formábamos, pudimos oler su corrosivo aliento, fruto de eternas livaciones de quién sabe qué brebajes.
Se dispuso a hablar, su esfuerzo se reflejaba en aquellos ojos en busca de un punto perdido en el espacio, en aquellos descoordinados tambaleos y en su poco natural postura. Sus primeras palabras, aunque poco claras, fueron con la intención de presentarse.
-Hola chiquillos, qué andan haciendo- dijo, sin siquiera poder dar entonación a su pregunta. Felipe le respondió desde el otro lado del círculo con más desinterés del que nuestro nuevo compañero parecía esperar.
-Aquí estamos, ¿y Ud.?- Obviamente era inútil responder a su pregunta, de cualquier forma esta era casi retórica, el viejo sólo trataba de ser elocuente para conseguir un trago gratis.
-Yo- dijo, arrastrando las sílabas y batiendo su cabeza al cielo -soy profesor de matemáticas.
Una risa imposible de disimular nos recorrió a todos. Que quede claro: no es que tenga nada contra los profesores, ni que esté insinuando nada de ellos a través de este escrito, es sólo que aquella desafortunada intervención resultó ser de un poder hilarante increíble. ¡Cómo iba a ser aquel ebrio gañán un profesor, y de matemáticas, más aún!. Quizás en su falta de juicio creyó que de esa manera podría ganarse nuestra confianza y aprovación. Dudo que se diera cuenta que estaba destinado a la mofa desde el momento en que se acercó a nosotros.
De cualquier modo, nuestra risa no pareció quebrantar sus esperanzas de obtener aquel preciado trago gratuito, o tal vez estaba demasiado ebrio para siquiera darse cuenta de lo que sucedía. Tras unas largas risotadas, ahora libres y descaradas, nuestro personaje siguió con su número para el bronce.
Al principio había disimulado, a costa de un gran esfuerzo de voluntad, sus intenciones. Mas la cercanía de la botella y nuestras risas parecieron aumentar el deseo de alcohol e inconciencia en él. Pues no pasó mucho antes de que revelara sus verdaderas, y obvias, intenciones.
-¿Y... me podrían dar un poquito?- pronunció con dificultad al inclinarse hacia la botella.
Nos miramos unos a otros de forma cómplice, este era el punto de inflexión: le negábamos aquel ansiado y laborado trago, o le permitíamos brindar una última y estéril copa más por esta noche. Probablemente la segunda reportaría un mejor final a la historia, por lo que la respuesta se hacía obvia.
Casi pudimos ver brillar sus ojos mientras le extendíamos la botella para que la cogiera en sus gastadas y callosas manos. Una vez hecho esto, cada uno retrocedió un paso para apreciar en toda su magnitud el espectáculo. El viejo, dándose cuenta de que todos lo mirábamos expectantes, alzó la botella y antes de hacerla tocar sus gracientos labios refunfuñó:
-¿Y qué pasa si me la tomo toda?-
En verdad no era demasiado lo que restaba del pisco que antes había llenado la botella, de cualquier forma no nos dió tiempo para responderle, y antes de si quiera pensar una respuesta, el ardiente licor atravesaba por su garganta directo a su estómago, y de ahí, a su sangre y su aturdido y malgastado cerebro.
Miles de expresiones atravesaron su rostro mientras bebía aquel largo trago. De feliz pasó a extasiado, de ahí a sorprendido y asqueado. Su tez se volvía pálida, vérde y luego roja. Sus ojos se tornaron blancos y perdidos, como si no pudiese diferenciar el cielo de la tierra. Las arcadas se revelaban obvias tanto en su garganta, que no se decidía entre tragar o rejurgitar, como en su cuerpo entero que, descompasado, se agitaba, como si un indeseable ardor lo carcomiera desde dentro. Antes de verlo en aquel deplorable, pero memorable estado, lo habíamos creído un rudo hombre de bar, de aquellos que beben, sin asco, metros cuadrados de cerveza y toneles de pisco sin siquiera pestañear. Pero nuestro indeseable compañero no era más que un curado de esquina, aquellos que, ya de tanto tomar, mantienen sus neuronas en un constante estado de interperancia, y su estómago en un eterno ayuno de carnes, hortalizas y, en general, de cualquier alimento nutritivo, a excepción de los escuálidos panes con pútrida mantequilla que el cantinero suele regalarles una vez a la semana, en honor de su eterna fidelidad de consumidor.
Nuestras suposiciones hallaron su lugar en el suelo, junto a aquel viscoso, desagradables y mal oliente vómito que, cual cañería averiada, expelía el aturdido sujeto. La risotada fue general: su número había acabado. Nada más nos quedó retirarnos raudos, antes de que volviera en busca de un último trago; una última copa para olvidar los malos tiempos, y aquel amargo sabor que, cual relave minero, ha de haber quedado en su negruzca y maloliente boca. |