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EN LAS ENTRAÑAS DEL MONSTRUO
En el comedor paupérrimo, todos mastican los mohosos fantasmas de sus vidas pasadas, a la vez que tragan la amalgama gris que sirve la mujer de rojo en platos de un plástico grasiento, como sus grasientas y miserables almas.
La montaña de platos sucios abandonados en el mesón, y yo escribo. Las largas mesas de latón, los mismos comensales de siempre tragando ensimismados, la mujer de rojo, y yo escribo.
Alguna vez, mientras arrastraba la bandeja por el latón del autoservicio, la mujer alzó la vista, a la vez que sacudía la cuchara oxidada para que se desprendiera en mi plato el puré pegajoso –que no tenía la menor intención de comer- y fijó por un instante el brillo acuoso de sus ojos en los míos. Un segundo, antes de cobrarme el peso cincuenta del almuerzo y olvidarme de nuevo.
El mundo, afuera, sigue igual. Igual el autoservicio y las mesas de latón, la montaña de platos sucios.
Igual que el día de ayer, en que no gané la lotería que no ganaré hoy y no ganaré mañana, guardare celosamente el billete doblado en el bolsillo de atrás y me sentaré en el suelo esta vez, para variar.
Un hombre de barbas blancas me arroja una moneda que va a parar en mi vaso de limonada agria antes de alejarse sintiéndose bueno, omnipotente. Y yo escribo. Aunque no tenga ahora una palabra y el papel termine siempre en blanco. Recuerdo entonces los días felices en que no conocía la soledad hermética de los almuerzos en el autoservicio, en el que el medio día es el succionar cínico del pasillo hacia sus entrañas inmundas donde se clausuran los sueños, y, en la tarde, huelo en cualquier parte el aceite en mi ropa.
Pero sigo yendo.
16 de septiembre, de un año que ya pasó. La mujer de rojo se acerca a mi lugar en el suelo y me ofrece su mano –inexplicablemente suave- hasta conducirme en silencio al cuartillo de atrás, junto a la montaña de platos siempre sucios, siempre rodeados de moscarrones verdes. Lentamente, entonces, se desnuda hasta el fondo de su cuerpo de princesa y de la belleza indescriptible que no tiene... continuo entonces tragando la amalgama ocre con una malicia deliciosa, la misma de los días de la secundaria en mi casa de origen, a la que no volveré nunca.
Vuelvo entonces a la ligereza volátil de sus dedos de mariposa, blasfemando inocente en lo que queda de mi piel.
Decido entonces romper el silencio incorruptible, apenas percibiendo el chirrido de las bandejas en las mesas de latón y le digo que recuerdo ese segundo, ese segundo en que me miró a los ojos y que seguramente ya olvidó, perdida en su aura inescrutable y en sus perfectas curvas sepulcrales.
Le digo al oído –con la franqueza que no tengo y que no tendré nunca- que sus ojos casi verdes me recuerdan el brillo de las pocas estrellas de invierno, extrañamente vistas desde la terraza de la casa a la que ya no volveré... pero no me lo creo.
Ella tampoco, y vuelve a ser, en mi pesadilla de medio día, el ángel y la puta y la maestra de escuela y la enfermera y entre maternal y estúpida y virginal y ramera y princesa de cuento de hadas y mesera de un autoservicio paupérrimo, vestida de rojo.
En el comedor de latón, todos abullonados como presos con las mismas caras largas, mastican las sobras de sus vidas mientras tragan la amalgama gris de siempre...
Y yo escribo.
La mujer de rojo sigue sirviendo, con el cabello metódicamente acomodado con una liga roja, como los labios furiosamente enrojecidos de un cárdeno barato. Probablemente, volverá cansada a su pocilga, en la noche, y besará en la frente a cinco hijos mocosos que berrean en sus enaguas, esperará al marido –con la barriga desbordante sobre los pantalones sin planchar- y harán el mismo amor de siempre entre sábanas amarillentas...
Ojos de Whisky. Me digo entonces recordando el segundo que ella ya olvidó. Ojos de Whisky. Nunca antes había escuchado algo así.
Me trae entonces el café negro y sigue sirviendo en los grasientos platos de plástico amarillo.
La muerte sabe, pienso ahora, la muerte sabe a café negro. Me lo repito, y me lo creo.
El humo de mi cigarrillo va a parar con cinismo casi premeditado en el vaso de limonada del hombre de las barbas blancas, en la mesa.
Sigue comiendo ensimismado. También muere.
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