Hacía ocho meses que la pena se había apoderado de su corazón. Y así era, desde ese momento no había vuelto a sonreír y la vida se había convertido en un camino que no llevaba a ningún lado. Lloraba todos los días como si fuera parte de una rutina. Estaba más delgada y en su cara no había más que dolor. Lo extrañaba. Deseaba volver a ser besada por esos labios, que aquellas manos recorrieran su cuerpo nuevamente, que aquella voz ronca le dijera te amo como muchas veces lo hizo. Ahora caminaba sola, mientras el pasto húmedo callaba sus pasos y mojaba sus blancas zapatillas. No se hacía a la idea de que la hubiese dejado. Recordó el primer día que lo vio, cuando aquellos ojos oscuros como la noche se posaron en los suyos y como un escalofrió recorrió todo su cuerpo y en ese preciso instante se dio cuenta que se había enamorado con tan solo una mirada. Desde ese momento aquellos ojos pasaron a ser suyos y los de ella de él. Nunca más se volvieron a separar. De eso hacia ya dos años.
Nunca nadie la amo como él, y ella nunca amo a nadie como a él. Nunca labios algunos la besaron como aquellos. Sus manos la hacían explotar, y se dio cuenta que hasta ese momento a pesar de haber hecho el amor muchas veces seguía siendo virgen, solo con él descubrió lo que era subir hasta el cielo. Solo él pudo despertar a la mujer dormida, a la mujer capaz de amar y sentir, de explorar de dejar de lado los tabúes y prejuicios.
Pero llegó aquella noche. La citó en un restaurante, al que iban siempre. Esa fue la noche mas intensa de su vida, la más plena. Después de una año dos meses de amar como nadie lo había hecho él le propuso matrimonio. Ella aceptó encantada, feliz. Planearon todo, hasta cuantos hijos tendrían y cuales serían sus nombres, donde vivirían. Hasta el menú de la cena de su boda, todo no quedó nada afuera.
Ahora caminaba sola, con el alma llena de pena. Él se fue esa misma noche, dejando atrás todas las promesas y el futuro juntos.
Sus pasos se detuvieron. Llevaba algo en la mano, se arrodilló. Recordó la noche aquella. A su amado cruzando la calle, la última vez que lo vio. Su auto al frente estacionado. Antes de hacerlo la besó suavemente en los labios. Miró sus oscuros ojos negros.
El pasto estaba húmedo y mojó sus rodillas. Cerró los ojos, vio de nuevo aquella noche, la última que lo vio, la noche que la abandonó, escuchó en sus recuerdos las ruedas del auto al frenar, un grito ahogado en su pecho.
El cuerpo de su amor inerte volando por el aire cayendo en el pavimento. Ella sin moverse, sin saber que hacer, mientras una lágrima caía por su mejilla.
Ahora estaba sola, como todos los martes por la mañana, de rodillas sobre la tumba de su amado. Se sacó un mechón de cabellos que bajaba por sus ojos. Tomó la rosa que llevaba en una de sus manos y la puso sobre la lapida del hombre que aun seguía amando.
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