Se me hace imposible pedir perdón, porque cuando lo intento, las palabras se me atragantan rebeldes en el gaznate, se arremolinan y luego se bifurcan, asomándose tendenciosas entre los dientes, se amotinan en mis labios y se niegan a transformarse en sonido. Dicen, por ello que soy un soberbio, que no reconozco mis errores, que soy un cabeza dura, dicen tantas cosas de mí que ya he perdido la cuenta de todos los epítetos que me han endilgado.
No puedo rebatir a todos aquellos que dicen tantas malas cosas de mí, por la simple razón que mis palabras se desintegran antes de salir de mi boca, se transforman en aire, en algo insípido que no obedece a mi pensamiento, son fugaces volutas que abortadas y silentes, caen a mis pies como desperdicio.
Ante esta desesperante incapacidad para defenderme, trato de gesticular, de dibujar mi pensamiento con estas manos que bailotean frenéticas sin que nadie pueda interpretar mis señas.
Estoy, por lo tanto, condenado a ser un soberbio y me desplazo, desalentado y sin ganas, pisoteando los cadáveres de esas palabras que nunca nadie oirá…
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