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PIEL DE OSO
“De tarde en tarde alguna ráfaga
hacía circular sobre el paisaje
jirones dormidos de bruma”.
Knut Hamsun.



El alba gris balbuceaba una mañana diáfana cuando descendió a aquel recodo del río para beber. Estaba cargando su cantimplora cuando, de repente, se topó con aquella gran cabeza de oso que salió de entre los arbustos. Frente a frente, ambos parecieron sorprenderse y, asustados, retrocedieron a la carrera. Fue el oso el primero en reaccionar, girándose, pareció preguntarse qué demonios de bicho viviente era aquel humano... Había pocos por allí. Olfateó el aire y, ahora, buscó un paso accesible por el río hasta la otra orilla.
El Montañés no miró atrás, sabía de la importancia de aquel encuentro y corrió, corrió sin parar hasta el lugar donde había pasado la noche. Sin perder tiempo preparo su montura y huyó al galope, abandonando allí los demás enseres... Más tarde volvería a por ellos, ahora era necesario poner manos a la obra.
El oso le había descubierto, así que no podía permitirse costumbres cómodas ni peligrosas. Escogió a conciencia el sitio para abrir la enorme zanja. Aquel claro en el bosque simulaba un sendero de paso ineludible al interior, custodiado a ambos lados por apretadas hileras de abetos reunía las condiciones idóneas para preparar la trampa. Primero, cavó el largo de la zanja y profundizó apenas unas paletadas. Continuaría en sucesivas jornadas, pues hay fieras en esa espesura que son capaces de olfatear la frescura de la tierra revuelta.
Había de extremar las precauciones, así que durante las largas semanas que le llevaron los preparativos, nunca pernoctó dos veces seguidas en el mismo lugar. En las tardes suaves subía a los riscos y cuando soplaba el viento del norte se resguardaba en la gruta.
La zanja adquirió el hondo de más dos hombres y un largo aún mucho mayor. Luego, enterró las estacas puntiagudas y, por último, cubrió el hoyo con un entramado de ramas y hojas para camuflarlo con el camino. No había vuelto a toparse con el animal, pero podía presentirlo, sabía que le andaba a la zaga.
Aquel día dejó a la yegua alejada, libre de riendas y montura, en la orilla del lago y, decidido, se apostó en lo alto del gran abeto. Desde allí, las copas de los demás árboles le impedían vislumbrar todo el panorama, pero podía sentir la respiración de un abejorro... Y así fue, solo que aquella bestia era capaz de tragarse a todo un enjambre.
El Montañés descendió sigiloso para colocarse en el preciso lugar que le interesaba, al extremo opuesto de la zanja, hacia el interior del bosque. Cuando el oso apareciera por el único pasaje con la anchura suficiente para llevarlo hasta él, llamaría su atención para atraerlo. Luego, la trampa se encargaría del resto.
Es necesario estar hecho de otra madera para sostener el desafío de la silueta parda de un oso a escasos cientos de metros. El oso lo había olido y lo había visto y, acelerando la marcha, ya enfilaba por el sendero abierto entre los árboles. El Montañés contuvo la respiración, mientras retrocedía dos pasos, como si esperase el embiste. El oso corría desenfrenado, acercándose, cuando en extraña maniobra pareció aminorar el paso casi al borde de la trampa para, de improviso, cobrar impulso de un salto inesperado. El trampero esta vez cayó hacia atrás, después de retroceder apresurado varios metros y pudo sentir la caricia al aire de la zarpa del oso delante de sus narices. Ni que lo hubiera adivinado, el maldito animal había saltado justo al comienzo mismo del fatal socavón y, en esta ocasión sí que creyó que existía un dios, porque a pesar del salto no bastó para salvar la extensión de la zanja y la fiera terminó por caer de espaldas y quedar atravesado por las puntas de las afiladas estacas.
El Montañés lo había visto cerca. Cuando recobró el resuello, saltó dentro de la trampa y remató la pieza.
El cargamento de pieles que llevaba le serviría de inapreciable botín para el intercambio con las tribus del norte. Aún no habían llegado los salmones, pero se presentían y, en breve, los osos comenzarían a frecuentar las orillas. El trampero inició el descenso de la pendiente suave, dejando atrás la colina, con la vista puesta en el horizonte montañoso de cumbres nevadas.




El autor:
http://leetamargo.blogspot.com
*Es una Colección "Son Relatos”, (c) Luis Tamargo.-

Texto agregado el 22-01-2004, y leído por 219 visitantes. (0 votos)


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