Estaba de pie, frente a ella, contemplando sus onduladas formas, sus sinuosos movimientos, cegándome con los destellos de luz que desprendía su incendiado vientre y embriagándome con su mágica belleza.
Una impaciente gota de sudor brotó de mi nuca y se deslizó lentamente por la espalda, arañando el miedo, erizándome la piel, tensando mi cuerpo y desbocando el corazón. Mis pies descalzos no hallaran amparo bajo ellos, haciendo vacilar mis pasos como si caminara sobre dunas de trigo. Despacio, dejándome seducir por el conjuro de su aroma húmedo, frenando la excitación que me producía el aliento salado que manaba de la profundidad de su ser, me acerqué hasta su lado.
Incliné mi cuerpo para tomar en mis manos el cálido manantial que, entre suspiros, impregnaba el lecho de su reposo y humedecí mis labios con su jugo, recibiendo el cristalino beso de su esencia. Su continuo vaivén, al compás de una música susurrante y profunda que envolvía el goce de la vida, me convidaba a adentrarme en sus entrañas.
Con la torpeza de quien jamás se había zambullido antes en su abismo, hurgué temeroso en su inundada intimidad y acaricié con lujuria cada centímetro de su perfil mientras me empapaba de su mismo néctar. Llevado por la marea, cerré los ojos y acompasé mis movimientos a los suyos, enhebrando un baile íntimo con la piel erizada, la carne batiendo entre trepidantes latidos, fervor en los muslos y ahogo en el pecho.
Me dejé arrastrar y sumergido por completo en su inmensidad, un atronador silencio ahogó mis recelos y el tibio abrazo de su existencia nubló mi mirada. Mis sueños se regaron con la espuma blanca de su simiente, haciéndose realidad ante los ojos del mundo.
Me puse en pié, me giré, alcé la mirada y allí estaban todos, cerca de la orilla, refugiándose del sol abrasador bajo los parasoles, observándome, saludándome y aplaudiendo aquel inolvidable momento: mi primer chapuzón en la mar.
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