Lo encontraron en la calle, frente a la capilla portando aún una pistola en su bolsillo y el pálido rostro infantil manchado de sangre, riéndose como un loco sin ser capaz de mover su cuerpo. Le faltaba una pierna, sus ojos estaban irritados por la sangre y un profundo corte unía la fría brisa que le pegaba en el rostro como un balde de agua invernal, con el interior de su boca. El seguía allí, con las carcajadas y los pequeños espasmos de su cuerpo.
La gente curiosa se congregó a su alrededor, aquella muchedumbre inútil que disfruta del horror de las noticias en vivo... gente tan habituada a la escoria del mundo que suele volver la cabeza indiferente.
Pese a estar en un estado de euforia el hombre allí postrado no perdía la lucidez de los pensamientos, el perder sangre le había sumido en un estado semiletárgico en el que podía recordar claramente lo sucedido. Extraño efecto tienen los alúcinógenos, las lucecitas tras el manto rojo que cubría su rostro como una mortaja definitiva seguían titilando frente a él.
Momento 1: Quién soy, quién quise ser.
Su nombre era Nicolás, nació en el seno de una familia indigente. Su casa consistía en la recolección diaria de cartones y algunas mantas abandonadas en los basureros, con la ternura de su pobre infancia mendigaba entre los costosos cafés de la calle principal, cercana a la plaza, rodeado de tiendas multinacionales. Era amigo de los perros, sus escoltas, la señora que tocaba el pandero en la sucia callejuela procuraba cuidarle de los ebrios en la noche, que poco entendían de disntinción de sexo en una criatura como ella... de aspecto desgarbado, ojitos pardos y asustadizos, rostro blanco por el frío invernal y la melena rizada hasta los hombros, como un manto negro sobre su desdichada cabeza. Muchas veces intentaron persuadirle de que les acompañara, pero la señora del pandero ya le había advertido: Esos hombres le drogarían, lo desollarían como un animal nocturno para que no pudiesen encontrarle, robarían sus córneas y todo lo que tuviese algún valor comercial para ellos y dejarían el cuerpo como alimento de ratas de estero... aquellas temibles ratas que bien podían ser confundidas con perros.
Así creció ignorante en letras, pero rico en advertencias y un instinto natural para evitar el peligro, fundirse con la noche con el filo de su navaja suiza oxidada pendiendo de su cinturón y amistándose con las prostitutas, que, además de la señora del pandero (que no resistió su décimo cumpleaños), ejercieron en él su modelo materno. Siempre admiró sus largas piernas, los pronunciados escotes y la habilidad para tragar tanto humo sin ahogarse. |