Historias de Manhattan
Las suaves luces iluminaban el diminuto escenario que se alzaba delante de ellos. Un muchacho que rozaba la treintena ascendía a él, y con una hipócrita sonrisa, dictaba:
- Con Mentafresh tendrás unos dientes más limpios.
- Siguiente – murmuró malhumorado Rick.
- Odio los Lunes – añadió su compañero, Duncan, con un vago bostezo.
El casting se estaba prolongando más de lo habitual. A esas horas de la mañana no solía haber tanta gente que se presentaba, pero esta vez se habían encontrado con una interminable cola de actores delante de la agencia. Y lo peor de todo era que ninguno encajaba con el dichoso perfil del montañero y la pasta de dientes. Cada día se les ocurrían unas ideas más ridículas a sus jefes, desde luego.
- Me da la sensación de que hoy no va a haber suerte- comentó Rick, al tiempo que se frotaba los ojos y se revolvía su pelirrojo cabello, fruto de padres noruegos -. Mira, esta chica es guapa, igual nos sirve.
Una joven de unos veinte años, rubia, vestida con ropa informal, subió la escalerilla hasta la pequeña plataforma. Sin darle tiempo a abrir la boca, Duncan la interrogó.
- ¿Tu nombre?
- Donna Richardson – respondió ella con timidez.
- Me suenas bastante. ¿Has participado en algún spot publicitario recientemente?
- Sí, claro – repuso al instante-. Hace unos meses actué en otro de dentífricos, y también he formado parte del reparto de varias campañas de cosméticos.
- ¿De veras? – increpó escéptico Rick. Puedes comenzar.
La chica pronunció la frase a trompicones y con expresión nerviosa. Los dos compañeros se miraron mutuamente, incrédulos.
- Ya te llamaremos – le anunció Duncan con pesadez. La joven cogió su chaqueta y desapareció de la sala, avergonzada.
- Esto no tiene buena pinta – corroboró molesto su compañero -. Creo que necesitamos un respiro.
* * * * *
- Bueno, ¿has comprendido el plan? – preguntó severamente la chica.
- No soy un estúpido, Phoebe. Estate segura de que saldrá a pedir de boca – contestó él.
Ella le lanzó una mirada irónica. No tenía ganas de volver a la comisaría, así que había procurado que todo estuviera bien calculado.
- Recuerda, en cuanto el semáforo se ponga verde saldré yo. Procura disimular bien cuando llegue tu turno – le advirtió al chico, que continuaba agazapado en la esquina de la callejuela, aguardando el momento oportuno para actuar.
Phoebe y Martin eran hermanos. Vivían en Manhattan desde que llegaron al mundo, pero una serie de conflictos habían hecho que se convirtieran en la pareja de ladrones más buscada de la ciudad. Pero ellos sabían ocultarse y cambiar de aspecto realmente bien, por lo que nadie había llegado a reconocerles. El resultado era que no pisaban la cárcel desde hacía más de dos largos años. Ahora ella llevaba el cabello teñido de un negro azabache, en sustitución de su rubio natural. Martin, por su parte, se conformaba con cubrir diariamente su alborotado pelo castaño con una gorra. Ambos vestían ropa de calle.
Los ciudadanos cruzaron por fin el paso de cebra tras la señal de cambio del semáforo, y Phoebe dirigió un gesto frenético a su hermano, señalando que había llegado la hora de ejecutar su plan.
Una regordeta y adinerada mujer, que vestía una fina chaqueta de piel primaveral, se aproximaba hacia la esquina de la Avenida. Paseaba a un diminuto perro de raza terrier al tiempo que sonreía apaciblemente. Phoebe ya había localizado a su presa. Cruzó rauda y con gran disimulo un largo trecho de la calle y luego corrió de nuevo en el sentido inverso, hasta situarse detrás de ella. Justo cuando la chica creía que Martin no había captado la estrategia, su hermano reapareció milagrosamente, saliendo de la pequeña calle contigua donde habían permanecido largo rato concibiendo su plan.
- Perdone, ¿me puede indicar cómo se va a Peter –St. David Street, por favor?
- Sí, como no. Verás…
La mujer comenzó a darle las indicaciones oportunas y entretanto, Phoebe se aproximaba más a ella. Desafortunadamente, terminó de explicarle el camino demasiado pronto, por lo que su hermano se vio obligado a alargar la conversación.
- Lo siento, ¿podría indicármelo de nuevo? No soy de aquí y me cuesta un gran esfuerzo situarme – insistió,mirando por encima del hombro a Phoebe, que ya estaba alargando la mano hacia la cremallera del pequeño bolso de charol de la distinguida dama.
Pero las cosas se complicaron, volviéndose la mujer hacia atrás.
- Precisamente tengo por aquí un plano de la ciudad qu… - comentó haciendo un ademán para coger el objeto del robo.
Su hermano no podría haber acertado más con la pregunta. La mujer ahogó un grito al darse la vuelta y ver que la chica tenía su cartera en su poder. Ambos rateros salieron corriendo instintivamente, cada uno en una dirección.
- ¡Al ladrón! ¡Al ladrón! – chillaba con desesperación la señora, en un frustrado intento de encontrar un policía.
“Condenado Martin” , se dijo Phoebe mientras realizaba un estrepitoso sprint a lo largo de la Avenida atestada de ciudadanos. “Estábamos teniendo demasiada suerte”.
* * * * *
La barra del Macy´s Café había constituido su principal amargura durante los últimos meses. Se había arrepentido más de mil veces de haber abandonado sus estudios. A sus 17 años trabajaba más de ocho horas diarias, cuando podía haber estado cómodamente sentada en su pupitre del instituto todas las mañanas. Y para colmo, continuaba viviendo con sus padres, que le recordaban día a día su craso error. No podía alquilarse un piso hasta que tuviera suficiente dinero, lo que le llevaría unos meses. Por lo tanto debería continuar amarrada a su condena durante un tiempo.
Se oyó el tintineo de la puerta al entrar alguien. El eco de dos nuevas voces la sacó de su ensimismamiento. Stella miró hacia arriba y se apartó sus dorados bucles del rostro.
- Dos cafés, por favor – le pidió un joven de centelleante cabello rojo.
- El mío con poca leche, si no te importa.
Se topó con la verde mirada del atractivo chico que le había hablado. Él no dejaba de mirarla. No pudo contener ruborizarse.
- E… enseguida – tartamudeó, apresurándose en darle la espalda para no volver a encontrarse con sus ojos.
Sin apenas advertirlo, escuchó su conversación.
- Ray nos va a matar. Quería el actor para esta tarde.
- No lo veas tan negro, quizás después encontremos a alguien. Todavía quedan bastantes interesados.
- Pues como sean como los anteriores… yo me rindo. Esto de ser publicista es muy duro.
- Tienes razón, Rick. ¡Pero no desistiré hasta dar con el montañero de Mentafresh!
Los dos estallaron en una agradable carcajada. Ella se dio la vuelta y les sirvió con una fingida mueca de simpatía. Enseguida apuraron sus cafés. Se escucharon gritos procedentes de la Avenida de enfrente, y los pocos clientes se sobresaltaron, arrimándose a la gran cristalera del Macy´s. Una rechoncha mujer gritaba exasperante al tiempo que una pareja de sospechosos salían corriendo con un bolso en la mano. Sin siquiera despedirse, los dos jóvenes abandonaron el recinto velozmente. Stella suspiró. Probablemente jamás volvería a ver al chico de la mirada escarlata. Se dispuso a recoger las tazas de la barra y tomó el platillo con la cuenta, cubierto de monedas. Debajo había otro papel, con un número de teléfono y un nombre escrito en un presuroso trazo. Ella sonrió, esta vez de verdad.
- Duncan… bonito nombre.
* * * * *
Le avecinaba otra larga espera. Mientras tanto tendría tiempo para adentrarse en las cálidas playas tropicales, para tumbarse a la sombra de un gran cocotero, e incluso para darse un chapuzón en las frescas aguas de su imaginación.
Mientras Terry permanecía allí erguido, sumergido en el destino de sus próximas vacaciones, la cola aumentaba y decrecía sin descanso. Seguramente era la hora punta y habría de aguardar durante un tiempo considerable. Dejó sus pensamientos para otro momento y procedió a contemplar la escena.
En el mostrador, las protestas de un hombre entrado en canas llamaban la atención. El anciano, encorvado junto a su carcomido bastón, discutía agitadamente con el encargado por una banal cuestión. Quizás la soledad, o puede que los años, le hubieran convertido en ese viejo cascarrabias que nunca habría deseado ser. La refriega terminó unos instantes después. El pobre señor, mascullando algo entre dientes, salió cojeando del recinto. Terry se compadeció de él, de ese anciano derrotado por la tristeza. Se preguntó que sería de él cuando envejeciera y si caería en la misma suerte. Olvidó esas consideraciones a los pocos minutos.
- Natasha, este fin de semana, ¿qué te gustaría hacer con papá?
- No sé.
- Venga, algo habrá que te apetezca. ¿El parque de atracciones, tal vez?
- Bueno.
- ¿Qué te pasa? Hoy estás muy callada. Éso no es propio en ti.
La niña se encogió de hombros.
- Vamos, anímate. Recuerda que Cindy va a estar con nosotros.
- Cindy no me gusta. Ella no es mi mamá.
- Bueno, pero es simpática y le encantaría ser tu amiga.
- Yo no quiero ser su amiga. ¡Quiero irme con mi mamá!
La chiquilla comenzó a llorar desconsoladamente y su padre la cogió en brazos, tratando de calmarla. Suspiró, agotado.
Aparentaba unos cuarenta años aunque con seguridad tendría algunos menos. La tensión del divorcio le había hecho conocer las arrugas prematuramente, y ahora trataba de olvidar a su sencilla mujer con una jovenzuela con cuerpo y formas de escándalo. Mientras tanto, su pequeña hija iba pagando las consecuencias emocionales de tal ajetreo.
Al padre le costó unos largos minutos tranquilizarla. Después la niña, de unos cinco años confusos, se durmió en sus brazos. El hombre pareció algo más relajado que antes.
Vestía ropa moderna, ancha y una enorme visera le cubría los ojos. Su mirada parecía desviarse hacia algún punto muerto. Él solo se limitaba a seguir el compás con el pie derecho, enfundado en una enorme zapatilla de baloncesto.
- Hijo, ¿por qué no me escuchas? – le había preguntado su madre en más de una ocasión.
- Perdona tronca, tenía los cascos puestos – respondía él con un leve gesto de indiferencia.
- ¿Qué es eso de tronca ? Jovencito, merezco un respeto.
- Venga, no te chines mamá, que sólo era una broma.
La situación era ya tan habitual que ella se había dado por vencida. Daba por sentado que su niño, ese niño con el que tan bien se había llevado, había crecido y estaba en la edad del pavo. En ese camino que le conducía a hombre, ambos se alimentarían de la ignorancia mutua para poder vivir en paz.
El sonido de la portalada de cristal rompió la tranquilidad y una joven apareció en el umbral. Como de costumbre, los curiosos ocuparon medio minuto de su tiempo en observar quién había llegado y después, continuaron esperando. La chica, vestida discretamente pero de una belleza peculiar, se colocó en la fila detrás del adolescente del mp3. Parecía tener su misma edad. El joven se dio la vuelta, se quitó los auriculares y levantó su visera. La saludó con una sonrisa en los labios. Ella le respondió con el mismo gesto. Después de todo, no estaba tan enfrascado en su mundo virtual como lo parecía. Tal vez fuera sólo una excusa para no hacer asunto a los adultos. O lo más probable sería que todo fuera cosa de las hormonas.
Terry apartó la vista de la escena y observó con curiosidad al extraño individuo apostado delante de los adolescentes. La piel blanquecina denotaba su procedencia europea, seguramente rusa o escandinava. Tenía una extraña mirada y unos ojos de un azul casi transparente, que intimidaban a aquel que los mirase. Portaba una pequeña mochila a sus espaldas y llevaba ropa sencilla. Sus manos rugosas, a pesar de que era un hombre de aspecto joven, descubrían a un pintor o un escultor buscando una oportunidad en un nuevo país. Terry lo imaginaba huyendo de la miseria de su patria, deseoso de continuar su vida bohemia y cumplir sus sueños en un lugar mejor. Se preguntó lo difícil que sería ser un inmigrante. Se vio a sí mismo en Francia, intentando ganarse el pan. Sacudió la cabeza. Prefería las Maldivas.
Justo cuando había vuelto a ojear su folleto promocional y a recordar su suerte, la puerta volvió a chasquear, pero esta vez más fuerte y de un empujón. Todas las miradas recayeron en los dos agentes de policía que asían con firmeza a un par de delincuentes esposados, un hombre y una mujer, vestidos de calle, que habían aparecido levantando expectación. A su vera les seguían otros dos ciudadanos y una exuberante mujer con gesto enojado. El grupo cruzó una gran puerta al fondo de la estancia. Dos agentes cerraron la marcha.
Entre murmullos de aprobación, Terry aguardó lo poco que le faltaba para ser atendido, pensando en qué habría sucedido y quiénes serían todas esas personas. Todavía le estaba dando vueltas al asunto cuando se dirigió a la puerta de salida. Una mano se posó en su hombro y él retrocedió, asustado.
- Eres… perfecto – le murmuró un hombre de pelo rojizo.
Le reconoció como uno de los acompañantes de la comitiva policial que había aparecido minutos atrás.
- ¿Cómo? – respondió, desconcertado.
- Duncan, ¿estás pensando lo mismo que yo?
- Sí – le contestó su compañero, un tipo alto de melena corta y abundante -. Es lo que estábamos buscando.
- Un momento, ¿quiénes sois?
- Rick Sullivan, agente publicitario – se presentó el joven pelirrojo entregándole su tarjeta -. Necesitamos un intérprete para un anuncio de dentífricos. Te he visto y he tenido una corazonada. Encajas perfectamente en nuestro papel de alpinista.
Terry se rió a carcajadas.
- Ésto es absurdo. Yo no soy actor.
- No hace falta, sólo tendrás que decir una frase… te pagaremos generosamente si aceptas la oferta y… - prosiguió el tal Duncan.
- No gracias: ni siquiera me lo pensaría – concluyó tajantemente él.
Los dos publicistas se sumieron en un gesto de fastidio.
- Por cierto… - comentó Terry -. ¿Qué ha ocurrido con esos delincuentes que han entrado antes?
- Robaron a una señora y colaboramos en su detención. No tiene importancia. ¿Seguro que no quiere replantearse…? – insistió de nuevo Rick.
- Lo siento, no – él sin dejar que terminara la frase -. Ah, y enhorabuena por su aporte a la sociedad. Muy heroico – añadió como despedida.
Ignorándoles por completo, Terry salió triunfante por la acristalada puerta de la comisaría. Un pobre indigente estaba despatarrado en las escaleras de piedra que conducían a ella, rogando clemencia a los transeúntes, pidiendo por sus cuatro hijos y su mujer embarazada. Él acertó a tenderle la tarjeta y aguardó con curiosidad su reacción al tiempo que se alejaba. El mendigo le observó a lo lejos, aún sin poder creer que le ofrecieran un trabajo de tan alto standing, y le sonrió agradecido sin apenas pronunciar una palabra. Después, Terry sacó del bolsillo su pasaporte, lo miró con anhelo y se volvió a adentrar en las cálidas islas de las Maldivas que aguardaban impacientes su llegada.
* * * * *
Sentado frente al televisor, visionando por fin la BBC que tanto le había costado sintonizar, fue incapaz de creer lo que estaba viendo. Un hombre disfrazado de montañero, erguido dentro de un paisaje digital propio de los anuncios de nuestra nueva era tecnológica, sonreía con la cabeza bien alta y mostraba una dentadura reluciente, blanca como la nieve. Ese hombre al que hacía apenas unas semanas había visto cubierto de harapos, ahora estaba ahí, en la pantalla, recuperándose de su pobreza y con un aspecto inmejorable.
- Con Mentafresh tendrás unos dientes más limpios – proclamó, con un tubo de dentífrico en la mano.
No cabía en sí de gozo. Había hecho una buena obra, sin ni siquiera haberse percatado de ello, y se sentía orgulloso. Terry, recostado en su tumbona del hotel, no pudo contener una sonrisa.
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