Continuación
La noche fue espesa en sueños extraños. Se despertaron mutuamente en varias ocasiones por movimientos bruscos del uno y el otro.
Dani, de sueño menos pesado que Pedro, abrió los ojos antes que su hermano al escuchar el timbre de una bicicleta que pasó bajo su ventanuco.
De un codazo llamó a su hermano y le instó a levantarse, tomar algo caliente y largarse cuanto antes de aquel lugar de la ciudad. Los acontecimientos de la noche anterior sobrepasaron sus límites de tolerancia a los sobresaltos.
Ya vestidos pasaron al comedor que hizo de salón de reunión espiritista. Leo dormía envuelta en una manta sobre el sofá.
No quisieron despertarla y, de puntillas, alcanzaron la puerta.
Salieron sin hacer ruido. Pedro desplegó la silla y sentó a su hermano.
Había claridad pero el sol no había salido aún.
El mayor conducía la silla entre callejones de chabolas pisando toda clase de desperdicios. El centro de los callejones, más hundido, era desagüe de las miserables viviendas.
Una anciana abrió de repente un portón de tablero, largando hacia el centro de la calle las aguas fecales recogidas durante la noche. Menos mal que frenó a tiempo, de no hacerlo, su hermano Dani habría sido empapado. No pudo reprimir un ¡ostia!
La mujer de pelos canosos deshilachados les dirigió una mirada entre asombro y asco.
Cerrando la puerta dijo a alguien de la chabola: “Vi un monstruo sobre un carrito, Tati”
Los chicos lo escucharon y se les encogió el estómago
Pedro empujó más rápido.
Los perros les seguían a una prudente distancia, escarmentados por las humillaciones y las patadas y acuciados por el hambre.
Motos de pequeña cilindrada, llenas de remiendos, cargaban sobre sus lomos hombres y mujeres que, como pájaros, buscaban el condumio cotidiano. De reojo, al pasar, observaban aquel elemento extraño que invadió sus callejones.
El humo de las cocinas se mezclaba con la neblina matinal cuya rara mezcla hacía lagrimear a nuestros protagonistas.
Las apagadas voces de los interiores de las casas de chapa y ladrillo fueron tomando fuerza a medida que pasaban los minutos desde el alba. En algunas se escuchaban verdaderas peleas entre sus habitantes.
Las calles rectas escaseaban, el zigzag y la curva, cuando no el callejón sin salida, eran las trazadas en laberinto de aquel barrio que parecía no tener fin.
Más vaciado de aguas sucias al pequeño caño del centro de la calle de tierra, más gente saliendo de sus casas y mirándoles extrañados, más tensión en los hermanos, más perros siguiéndoles.
Se abrió con estrépito, chirriando sus goznes, una puerta metálica delante de ellos y un hombre de mediana edad salió dando traspiés. La borrachera evidente le hizo perder el equilibrio y cayó en los brazos de Dani. Pedro soltó la silla, lo asió de las hombreras de la raída chaqueta y lo levantó como un muñeco. Miró con ira sus ojos turbios y recibió un silletazo en la espalda antes de que su hermano pudiera avisarle. Cayó vencido al suelo casi sin respiración. Un puntapié en la cabeza acabó por desmayarlo.
Viandantes y mirones se arremolinaron junto a los cuatro. Dani comenzó a pedir socorro cuando unas manos conducían su pequeño vehículo a toda velocidad alejándolo de su hermano.
La del silletazo a Pedro, le agarró por las axilas y lo arrastró adentro de la chabola. El borracho les siguió divertido. Atrancaron la puerta y los curiosos se marcharon.
El hermano pequeño saltaba en la silla por los baches y no se atrevía a darse la vuelta para mirar a su raptor por si caía.
Entraron en un callejón sin salida y el que empujaba enfiló hacia una puerta abierta en el fondo.
--¡Papá! ¡Papá! ¡Mirá lo que traje! ¡Mirá lo que traje!
Detrás de una sábana sucia, colgada sobre un cordel, la nube de humo de un cigarrillo salió al encuentro de los recién llegados.
--¿Qué trajiste, hijo?
-- Asomate, papi, no sé cómo decir.
Los muelles del viejo somier gimieron cuando Lucas decidió separarse de él y enderezarse con un prolongado desperezo. Separó la improvisada cortina que dividía el dormitorio del comedor-cocina-baño y gritó a su hijo: ¡Cerrá la puerta, pendejo!
Dani pudo mirar la cara de su raptor y quedó inmóvil como pajarillo que se hace el muerto. El muchacho no pasaba de los veinte pero su expresión semejaba a la de un chico de diez.
Su padre, totalmente vestido, tal como se acostó y con la parte occipital de sus cabellos levantados en bucle hacia el techo, deformados por la almohada, puso su oronda barriga frente a las narices del secuestrado. Sin manifestar gesto alguno, miró atentamente unos segundos a Dani que a él le parecieron eternos, soltó un chorro de humo y espetó: “Tuviste suerte de llegar a esta casa, pibe. Aquí te vamos a tratar como de la familia”
Le agarró de uno de sus delgados y torcidos brazos y le invitó a bajar de la silla con un pequeño tirón. Quedó de pie junto a Lucas, su cabeza alcanzaba al cinturón tachonado de monedas plateadas. Se decidió a hablar.
-- ¿Qué queréis de mi?
-- ¡La concha de la lora! – Exclamó el padre.-- ¡Pero si es un gallego auténtico!
Disculpá el desorden, hace tiempo que no entra mujer en mi casa y mi hijo siempre está por ahí, a lo que agarra.
No me hagás preguntas, chiquito; soy yo quien te va a preguntar a vos.
Un leve temblor en las manos delataba su nerviosismo. Su mente trabajaba a todo lo que daban sus neuronas tratando de deducir las consecuencias de su rapto y la pérdida de su hermano.
Lino, el raptor, observaba con atención cada movimiento de su padre sentado en la silla de Dani.
Continuará
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