Muero.
Vino La Muerte a invitarme un té. No suelo rechazar invitaciones tan sutiles, por cuestiones meramente de modales, así que acepté.
En un salón de luz azul, colgadas las cortinas negras de terciopelo con estrellas bordadas y denso aire de jazmín, me senté a esperar mientras ella servía las tazas. ¿Por qué la gente andará por la vida con miedo? Acumulan apretando bajo el brazo sus grandes baúles llenos de vacío que les queda del alma. ¿Acaso no saben que lo único gratuito en la vida es morir y amar? En el reconfortante salón de luz azul todo es etéreo. Los pensamientos llegan tan fácil como se van, ondulan y prometen un poco aunque después sólo son una duda (¿Qué estaba pensando?). Se decanta la vida en pensamientos, en miedos, en acumular posesiones que después nos abandonarán cuando volvamos al polvo. La Muerte se acerca hasta mí con su paso elegante, su flotar a ras de piso, y el brillo de la charola metálica entre sus manos se interrumpe por los pocillos y sus vapores. Canela, adivino. Me alarga su mano y me da de beber, como a un niño. Reclino la cabeza un poco hacia atrás, el líquido caliente resbala por mi garganta (reconfortante) y cae en mi estómago (delicioso) mientras yo entorno los ojos (negros) en el techo azul del cuarto (azul) y veo todo (vacío) (lleno de palabras que sobran, que faltarán en otros renglones cuando ya no quiera repetir, que disgustarán, que sacarán de quicio).
Se acaba. Retira la taza de mis labios y un hilillo de baba queda pendiente en el aire. Flota unos segundos adivinando vínculos secretos de formas misteriosas: es café como la canela. La Muerte extiende sus dedos y, con dulzura y suavidad, prende el fino hilo jalándolo hasta su mejilla. Con movimientos circulares comienza a esparcírselo por el cachete, hasta que llega a su cuello y sensualmente lo acaricia con toda la mano, su piel reluce: se hace morena y tersa. Aventuro la lengua por afuera de mi boca, haciendo que el lazo se vuelva más firme cuando ya advertía desvanecerse. Pero justo entonces ella aleja todo su cuerpo de mí. Mejor dicho se va; no sin antes hacerme señas con un hombro, con una sonrisita, con unos ojos de felina: quiere que la siga. Pero yo estoy pendiente de la cuerda de saliva, que me deja la estela que he de seguir hasta donde la luz azul del cuarto no llega. El hilillo vibra excitado, hace temblar mi lengua que prueba el aire de jazmines, hasta que de un tirón me levanto y voy a gatas, buscando entre la alfombra azul el olor a canela que me guíe allá donde las tinieblas no me dejarán ver. Restriego mi nariz contra el piso, disfrutando el cosquilleo y la mezcla de esencias que convergen allí abajo, caminando cada vez un poco más rápido.
Entonces salí al cuarto de luz violeta en donde una música, al principio poco audible, revolotea chocando contra las paredes, retumbando el viento que se arremolina en acelere. Es un bolero y poco a poco se aclara, dice: “Ay de mi corazón, nunca sabrá del candor, que a mi boca tus besos llena”. Y La Muerte contonea su cuerpo como una serpiente agitándose en los aires; mostrando una espalda brillante y hecha de granos de café. Yo sigo a gatas y acechante, desde atrás iré trazando mi plan que culmine en mi mano recorriendo su ombligo y entonces comenzaré a pensar en avanzar hasta su sexo. Pero ahora cuento los pasos, quizás de tres saltos llegaré. Entonces me despojo de todo, las imágenes salen disparadas de mi mente; mientras el cuarto azul era todo pensamiento, en el cuarto violeta ellos no importan, en cambio huyen despavoridos provocando ruido de cascos cabalgantes y centellas tronantes. No me sorprende, me hace bostezar para luego mirar esos hombros que se mueven cadenciosos, intentan hipnotizarme con todo éxito; mi mano comienza a ir involuntariamente hacia donde la invocan, guiando a todo mi ser entre la luz violeta, los olores a tierra mojada, su espalda tan fría que quema. Entonces mi cuerpo se pega al de ella, mi mano derecha disimula mientras la izquierda, empapada de sudor, toquetea frenéticamente su ombligo. Una punzada recorre mi espinilla luego de que me propina una buena patada, entonces contesto agarrándole un seno con todos los dedos, con la palma. Su sudor y el mío se hacen uno, mientras la música se eleva perdiéndose en acordes disonantes y sigue la voz. “Ay de mi corazón”. Pellizco un pezón, de él sale un líquido que despierta mi apetito. “Nunca sabrá el candor” La mano derecha se decide a actuar y, con un brusco jalón de la cintura, toda La Muerte gira para quedar frente a mi, en donde sus pechos excitados emanan un líquido café, que huele a canela, que no es té pero aún así lo fue hace un rato cuando me embrujó calentando mi garganta, mi estómago, posteriormente todo mi cuerpo y que ahora hincha mi sexo. “Que a mi boca…” Entonces de una mordida el líquido de canela salta en el interior de mi boca, se resbala por sus paredes, eleva el calor. “… tus besos llena”. Después de eso ella se esfuma, desaparece entre el aire dejando sólo una invitación con olor a piel morena.
Siguiéndola llego hasta el cuarto de luz roja. En donde ella ya esperaba y con sus garras me despoja de la ropa. Otro zarpazo y mi pecho sangra tres líneas. Entonces se cuelga de mi espalda, comienza a morder mi cuello que cede dejando que el rojo se vaya deslizando por los cuerpos. Una de sus uñas busca mi ojo hasta que lo incrusta tratándolo de sacar de su cuenca. Yo caigo al piso, envuelto por el ardor que aumenta el antojo por su sexo. Ella clava un cuchillo en mi estómago y comienza a revolverlo, cual cuchara en la sopa. Luego dibuja constelaciones rojas en mis piernas, corta mi nariz de tajo y deja mis orejas colgando de un milímetro de carne no mutilada. Entonces me carga con gran facilidad y me deposita en una especie de bañera, en donde el whisky se desparrama avalando el principio de Arquímedes. Entonces mis heridas se nutren, mientras ella acerca un seno a mi cara y lo restriega, dejándome impregnada la canela y quedándose ella con un poco de sangre. Ambos comenzamos a beber como animales, ella se sumerge conmigo (mejor dicho encima de mí) y nuestros cuerpos desnudos se reconocen entre el alcohol y la sangre. Su sexo atrapa el mío como una sanguijuela compartiéndole un poco de calor que pronto se desvanece, pues toda ella se va deshaciendo poco a poco. Dejando sólo una invitación a emborracharme hasta poder seguirla.
Entonces entro al cuarto de luz verde. En él todo es fresco y mi cuerpo sana sus heridas. Un olor a hierbabuena suaviza la piel y los pensamientos vuelven como recuerdos. Como si toda la vida se repitiera a sí misma y entonces lloro, grito, río, me excito, vomito, renuevo, contradigo, miento, amo, cago, creo, me decepciono, muero. La alfombra verde como pasto se interrumpe en la mitad del cuarto por un agujero rectangular. Mi curiosidad me lleva hasta él y entonces recibo la imagen panorámica de La Muerte con sus piernas abiertas hacia mí, mostrándome el sexo más tentador y húmedo que existe. Con sus pelos oscuros enmarañados, con su entrada al placer. Mi pene se hincha, las venas se le saltan y todo él apunta a su entrepierna. Ella, desde abajo, muda su cara. A veces es el amor de mi vida, otras mi madre. A veces esa prima que siempre perturbó mi tranquilidad, a veces mi maestra de sexto. Pero el magnetismo es demasiado, me avienta hasta ella, obliga a mi cadera a embestir sus nalgas, mi mano aprieta un seno llenándose de canela, nuestros sexos bailan y La Muerte aúlla, yo envisto más y más fuerte. Más violento. Dejando entrar mi sexo hasta donde adivino el fondo de su vagina insaciable. Y entonces todo acaba: yo acabo dentro de ella, con un grito que desgarra; ella acaba y la humedad se eleva, salada y empalagosa; el verde acaba, se difumina dejando todo en tinieblas; la canela acaba, explota de sus senos y me empapa, me baña; mi vida acaba, se desprende de mí y huye metiéndose por el sexo de La Muerte. |