Siete miradas
Era tan grande su mirada que apenas cabía en su pupila. Se lavaba las pestañas con jabón Johnson de bebé para despegarse por la mañana esas pequeñas costras verdes que, invariablemente, invadían su despertar. No esperaba encontrarse en el espejo ese día. La resaca era monumental y no se acordaba si había hecho el amor con un hombre, con una mujer o con un perro. O con los tres.
Ese, en realidad, no era el problema.
Se acercó un poco más al espejo, roto en 7 pedazos, delimitados cada uno por un embarre de lápiz labial color negro, de ese que usaba para pintarse los labios, las cejas o algún lunar en la mejilla. No discriminaba ni espacio, ni geografía facial.
Ese día le tocaba mirarse en el pedazo 6, el del ángulo inferior derecho, inmediatamente por encima del clavo en el que colgaba el sostén cada vez que tomaba un baño. El número del pedazo de espejo de turno, era puramente cabalístico, ni rutinario ni escogido por turnos o por día.
El 6, cuando no se acordaba de nada. Alcohol, perico, cigarrillo normal, cigarrillo del otro.
El 5, noche inolvidable. Solamente alcohol. Concretamente vino. Un buen cliente. Buen auto y buena barra. Mejor cama. Le hacía de todo. Hasta el beso griego. Aunque dejara embarrado el lunar negro, en la nalga del cliente de turno.
El 4, a la izquierda. Muchas veces tapado por la bata de dormir; cuando no dormía con bata. Noche aburrida. Algún cliente jovenzuelo, sin experiencia. Mejor se hubiera acostado a las 8. Poco dinero. Se disfrutaba la clase que le daba al muchachuelo.
El 3, noche movida. Muchos clientes, pero viejos. Trabajo fácil. Económicamente bien.
El 2, noche de sexo. Tenía que haberlo hecho, invariablemente, con algún macho y con una hembra. Solamente dos. No aceptaba más clientes. Dos veces al mes. Ese pedazo estaba en la parte alta del espejo. Tenía que empinarse. Y es que disfrutaba de verse, por alguna vez, los ojos limpios y sin legañas.
El 1, domingo. Misa a medio día. Rezaba lo único que se había aprendido en la escuela: ¡Señor Jesús, tengo que comer! Amén. Esa tarde procuraba acostarse con algún cliente que tuviese nombre bíblico, como Josué, Pedro o algo parecido. Había que santificar las fiestas. Ese pedazo del espejo quedaba justo en el medio. Donde se reflejaban sus pechos en los pedazos laterales y, al agacharse, el pubis se miraba en el número 7.
El 7. Su favorito. Forma triangular. De vello púbico. No tenía que inclinarse. Solamente se refocilaba contemplando esa parte de su cuerpo que le entregaba, todos los días 7, a Morales, quien le llenaba el vientre de orgasmos y lamentos; quien le suplía esa noche el amor de todo un mes.
Aquella mañana, con la resaca a cuestas, intentó verse en el pedazo 6. Le tocaba, por lo pasado la noche anterior. Pero se vio en el 7. No quería. Pero tuvo que hacerlo. Nunca lo hubiera imaginado. Mirarse en el 7, el pedazo exclusivo de Morales, después de una noche de orgía y miseria. Le daba vergüenza, pena o asco..
De pronto algo, o alguien por detrás, cogió sus hombros.
– Ayer fue día 7 y no estabas por todo esto. –Te vi llegar a las 5. No eras tú.
Y empezó a apretarle el cuello. Ya casi no respiraba.
Desprendió como pudo, del espejo, el pedazo 7, el triangular. De punta afilada. Lo movió en círculo, hacia atrás, y encontró la cara y cuello de Morales. Cortó como navaja. Respiró con menos dificultad. Un cuerpo cae al piso. De golpe. Ella mira el trozo de espejo, y en él se reflejan solamente dos ojos de mirada agónica.
Nunca más ha de mirase en el 7. No importa. Total, no estará Morales.
¡Señor Jesús, tengo que comer!. Amen.
RP
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