Lenta se fue extendiendo en esa ciénaga de sábanas; roja; fatídica; envolvente. El río de su piel se acrecentaba como un lecho de mil aguas dolorosas, mientras la habitación yacía helada junto a ese cuerpo deshojado e inmóvil. En el piso, una gillette brillaba carente de suspiros. Lo tomé bajo mis manos para llevarlo a su horizonte postergado, a la vez que escuchaba las letras de mi nombre. No hubo temor; tampoco sobresalto. Cuando despertó, mis ojos fueron el candil de su mirada, para nunca más volver a separarnos...

Ana Cecilia. ©