Pasión mortal
1943
Abrí aquella antigua puerta de cabaret con una minuciosidad sorprendente, la excitante oscuridad y la cadenciosa música marcaban los instantes de mi estadía con un delicioso acierto.
Cuando caminaba al ritmo de aquel tango, pude saborear el veneno que corría por mis venas vedando mis sentidos, recordaba entre el odio y el amor sus manos, su cabello, sus labios abrillantados conjugándose con los de él, mientras yo los observaba entre oraciones perversas.
-Malditos los dos-, decían mis lágrimas al quemar mis pómulos ruborizados de furia, envueltos entre los deseos más bajos de mi mente y la obsesiva venganza que anidaba en mi cabeza sermones eternos.
Ella bailaba, cubierta en satín, aquel desgarrador tango y entre los aplausos del público masculino me miraba con una profundidad exquisita a través de aquellos ojos ambarinos, sentía su deseo viajar entre las notas del piano, su perfume extasiándome de una santa lujuria, su pasión desbordándose entre aquel manantial de versos puros y, por supuesto, su muerte rondando mi memoria…
Mis ojos nublados en llanto y terror recordaban aquel lejano día acompañados nuevamente de la seductora melodía…
Entrelazaba mis dedos en su almendrado cabello mientras sus labios inundaban de una roja efusión mi sedienta boca, buscaba con mi cuerpo la entrega felina, la fiereza de sus besos, la asfixiante sensación de recorrer su espalda con mis manos rudas. Mis sentidos traicionaban al rencor que gritaba entre mi sangre la venganza y el despecho.
Nuestro cuerpo era un templo de vino y lascivia, de amor y traición, de ímpetu y aberración, nos besábamos escondiendo el deseo transparente de fusionar nuestras almas al compás de aquella canción embriagante mientras las velas danzaban silenciosamente atestiguando la pasión mortal que se vivía en aquella habitación.
Retando al juego eterno de muerte y seducción recorrí el edredón sin separar mi boca de su impúdica tez y tomé, casi sin pensarlo, la daga que marcaría mi crimen pasional con una placentera venganza.
Cuando menos lo creí la sangre que escurría de su pecho había comenzado a envolver vertiginosamente nuestros cuerpos y conjugándose con el vino y los pétalos de rosa, sellaban tristemente la unión entre la muerte y la vida.
Yo tomaba otra copa, mientras ella seguía atormentándome entre miradas desdeñosas y gestos arrogantes, sonriendo con descaro ante mi penosa apariencia, y burlándose de aquel obsesivo amor nacido entre el humo del tabaco y el licor, la odiaba, quizá tanto como la amaba, por sus besos pagados, por sus caricias falsas y porque aquella pasión mortal me hacía verla a toda hora, bailando aquel maldito tango en ese magnífico escenario…
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Pamela Loubet
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