Una anciana está asomada al balcón. Los cabellos desordenados y una bata gris con las mangas arremangadas no evitan que se le mire a los ojos. Cansados de pedir compañía a gritos, miran con asombro a quien pasa.

Es verano, en invierno, tras los cristales, no puede ver igual.

Es delgada, con esa delgadez que proporciona la vejez cuando no se siente ya el placer de comer de todo. Sobre sus cejas ralas, una frente cargando un peso enorme de pensamientos repetidos durante años y sin resolver.

La boca cerrada muestra unos labios delgados y en regresión hacia su interior, casi sellados, cansados de hablar consigo misma.

Sus manos, de sarmientos nudosos por la artritis, se aferran a la barandilla como si en cualquier momento pudiese perder pie.

A las diez, a las doce, a las cuatro de la tarde, a cualquier hora se la ve en su balcón.

Mira a todos los viandantes mas no aguanta la mirada de ninguno.

Vencida de soledad se asoma a la proa de su casa y se conforma con las gaviotas, promesa soñada de una tierra que nunca se llega a divisar.

¿Te hablaré algún día?