Con esa fea manía de extrañar lo perdido, te absorbo poco a poco en el humo azuloso que se encrespa en mi cuerpo, que ensaña el filo de sus dientes en mis pulmones, mis piernas, mi corazón. Con esa fea manía de la que no puedo desprenderme, te miro poco a poco en el espacio vacío y te adivino sentada, inclinada sobre el mueble en el que remiendas insaciable la misma camisa, amarillenta por el uso.
Puedo verte, como siempre, puntada tras puntada, tras puntada en la tela ocre de mi alma. Acá pones el botón que falta, allá cierras el agujero de una muerte pasada y la recuerdas a poco mientras vas llenando las grietas y llevándote todo lo pasado. No me miras. De cuando en cuando, revisas el trabajo, descubriendo una nueva mancha, un nuevo abismo, un nuevo rostro, podría pensar que te levantarás por un café, que te cansarás del remiendo, que por fin le rehuirás a las viejas grietas del alma que arrastro por las calles.
Pero no.
Puntada tras puntada, tras puntada.
Desde el suelo, mirándote apenas, el fuego ufano de la colilla que sostengo entre mis dedos abre un nuevo agujero a la tela con la nitidez asombrosa de lo predecible. Otra grieta. En tu noble oficio y con la inutilidad atávica de los remiendos en lo inservible extiendes por otra vez mi alma sobre el mueble.
Por un instante, mi madre es quien pega los botones y sonríe resignada a las abolladuras. Pero ahora falta poco. Tú de nuevo y sin mirarme acaso, encontrarás la pesada mancha de lo usado, mirándote a los ojos con fijación inexplicable, de nuevo en el manto de la Verónica.
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