Hubo un tiempo que la tristeza se instaló en mi casa y me acompañaba a todas partes. Mojaba en mi café con leche del desayuno y se convertía en el humo de mi último cigarro, mezclándose con la nicotina y traduciéndose en ansiedad dentro de mi cuerpo. Se sintió cómoda y la adopté como excusa para no tener que hacer el esfuerzo de ser feliz.
Cuando tenía que enfrentarme al día, me acurrucaba a su lado. Anestesiaba mis músculos y mis ganas. Rebajaba la actividad de mi cabeza ocupándola con el desaliento. Y me enredaba en su tela de araña de añoranza.
Hubo un tiempo que no me importó jugar con la nostalgia. Me transportaba al mundo virtual del pasado, donde pasaron los días, pasaron los meses, acariciando lo inalcanzable, sumergiéndome en la mágica alquimia de las fotos, de los instantes, de los momentos que nunca volverían.
Hubo un tiempo en que la melancolía utilizó la sugestión para inmovilizarme y yo utilicé la inmovilidad para recrearme en la melancolía.
Un día, al despertar, la vida me besó en la boca y la abracé, estirándome, desperezándome. Recordé el calor de los que me rodeaban y derretí la soledad. Vencí al miedo. Tapié la puerta del pasado, dejando una ventana para admirar las vistas de vez en cuando. Eché a la tristeza de mi casa y ahora solo viene de visita cuando la rutina la deja pasar.
Hubo un tiempo que ya no existe.