Raúl se percató, muy temprano en la mañana, de que había perdido su amuleto de la buena suerte.

"Hoy me arrepentiré de haber nacido", pensó.

Salió de casa, temeroso.

Nada.

Al llegar a la oficina observó los ojos de sus colegas, temiendo encontrar en ellos lástima o cinismo traidor. Lo ignoraron, como siempre.

Todo seguía igual. Cuando el jefe lo llamó se le volcó el corazón.


- Ya empezó la mala suerte – se dijo a sí mismo.

Después de veinte minutos salió de la gerencia, tranquilo. El jefe sólo preguntó sobre una trivialidad laboral.

Las ocho horas de trabajo transcurrieron sin sorpresa alguna y Raúl esperaba alarmado a que lo peor sucediera aún, por eso decidió ir a la casa a pie para evitar tentar a la suerte con algún accidente fuera de su control.

En medio del color gris de los edificios citadinos deambulaban las sombras anónimas, en monotonía común.

Cuando llegó a su departamento encendió la televisión, abrió una lata de cerveza y se sentó a mirar la serie de todos los días. Las cosas seguían igual, sin sorpresas, sin mala suerte. La salita, de paredes grises, dejaba sentir una tranquilidad insoportable.

La ausencia del amuleto no había cambiado nada.

Antes de irse a dormir Raúl lloró frente al espejo, en el baño, mientras observaba la nitidez aburrida de su rostro.