Érase una vez que se era, en la era de las brujas y leyendas, de los miedos y la ignorancia, de la apatía y de las esperanzas. Cuando para llegar había que atravesar valles, mares y montañas, mentes y costumbres, para alcanzar un espejismo, una agonizante ilusión, un sentimiento impaciente, un latido angustiante, un suspiro colapsado. Para llegar a un lugar en donde no estamos, al lugar en el que su nombre he pensado tantas veces y cuando he llegado a él, tantas veces he olvidado. Era un tiempo de sueños azucarados y terribles pesadillas, de confianza y de miedo en el que cuando más ocupado estás, cuando crees que nadie te mira, piensas y un elfo por encima de tu hombro ve pasar las páginas de ese libro que se llama tu presencia, con las que puedes formar un collar de perlas invisibles. También hay pequeñas hadas que revolotean alrededor, si las miras fijamente, te transportan en espiral a un espacio en su corazón, en donde existe una alegría adolorida; si las sostienes en la mano y las aspiras, puedes sentir su aleteo como cosquillitas que recorren tu cuerpo y por donde van dejando una estela de deseo que te va matando si no lo exhalas en el aliento de tu amante. Hay duendes que te pican los pies, que te jalan la ropa y te pierden en el camino entre risas y murmullo, entre dudas y recelo. Existe una piedra, la piedra que da la paz, la paz que quieres alcanzar y que te tiene tan impaciente buscando algo que podrías obtener si lo dejaras de buscar. Esa piedra se encuentra en la cáscara de una nuez y se debe buscar en donde no se ve. En donde los monstruos acechan, te invaden con su temor y sus garras de dolor te retuercen el corazón. Su sudor exhala angustia y su llanto de pavor te inunda la razón. Me cansan, me irritan, me dejan temblorosa, tal vez en otra ocasión volveré a esta era a buscar lo que no quiero encontrar. |