EL ERRANTE
Cada palabra que brotaba de esos labios aciagos fueron el elixir irresistible que sus oídos pedían.
No necesitaba fundir su cuerpo con ella para sentirse aplacado, consumado. El solo contemplarla, en su candorosa belleza maligna, lo inundaba de un placer etéreo, tenue, pero inquietante.
Beso sus propias palmas enjugándose la comisura de los labios, embriagando sus sentidos con la sal cetrina del ocaso.
Sabia que era imposible desear lo intangible, mas para un alma vagabunda como la suya.
Hubiese querido ser mas de lo que el destino le pondero, pero estaba exhausto de anhelar otoños que nunca llegarían, puertos que nunca tocaría, umbrales que nunca osaría cruzar.
Y ella estaba ahí, justo frente a su desgarbada figura, como una Venus límpida, cargada de eléctrica sensualidad, invitándolo a viajar a los mas recónditos lugares adonde jamás se hubiese imaginado viajar con solo contemplarla.
Pero por mas que desease tocarla, su destino era seguir vagando, furtivo, imperceptible, tratando de guardar en sus pupilas las imágenes que su razonamiento nunca olvidarían.
El destino lo había botado fuera del paraíso, cargando sobre sus espaldas indolentes la triste carga del enamorarse de imposibles, llevando el karma del desamor hasta los confines del dolor autodestructivo.
Su implacable sombra lo acompañaba tímida, fugaz, perdiéndose en la lontananza de los suburbios del olvido, pero la imagen de ella permanecía adherida a su desconsuelo, haciendo que cada paso que dejaba atrás simulase una perdida irreparable.
Había amado a tantas mujeres como a tantas estrellas cobijan las noches de invierno; pero a cada una de ellas de mil formas diferentes; a unas, con desiguales cargas de lascivia y desenfreno, a las mas, con espontánea ternura y afición.
Pero ninguna de ellas nunca jamás lo supo.
Y solo los de su clase, evitando dejarse oír por este ser abatido y apático, agradecían no cargar con la cruz que llevaba.
Pero aunque el supiese de esos funestos comentarios, nada habría cambiado en su forma de arrastrarse por la vida.
Nada lo podía apartar de su desdicha de amar a miles de mujeres...y no poder decírselo o expresárselo a ninguna.
Lejos en el tiempo habían quedado los días en que se paraba frente a ellas y les declaraba su amor eterno; sabia que esa era la peor injusticia que podía cometer con sus amadas ninfas.
¿De que le servia declararse incorruptiblemente enamorado si no podía mantenerse fiel por mucho tiempo?.
Su ceguera pasional era apenas controlada por un delgado hilo de cordura que mantenía en esos momentos de éxtasis incontrolable.
Sabia que a los pocos minutos, a los pocos pasos, otra doncella lo rociaría con sus encantos fatales, nublándole los sentidos.
Las amaba demasiado como para traicionarlas, pero las amaba en forma desmedida como para mostrarse indiferente a sus encantos.
Besaba la sombra de sus amantes, acariciaba sus cabellos mientras dormían y se retorcía de malestar al verlas amando a otros hombres, pero ellas solo se conmovían por su presencia al confundirlo con una fría e inoportuna brisa.
Y para peor de males,...esto sucedía de manera literal.
Confundían sus caricias con halitos gélidos de la noche; otras se engañaban creyendo que un insecto las había tocado, siendo sus besos rebajados a tal calamidad.
¿cuántas ventanas habían sido cerradas por sus esquivas amantes luego de que el les regalase una caricia apasionada, confundiéndola con una ráfaga nocturna?
Nunca supo esa atolondrada pero sensual rubia que cruzaba aquel puentecillo que fueron sus manos lujuriosas las que levantaron su falda...y no la ventisca proveniente del río.
Ninguna de ellas lo supo jamás...y la ignorancia de estas lo carcomía de dolor.
Pero eso no amedrentaba su espíritu inquebrantable de amante sibilino.
Aun recordaba esa primera vez en la que lo supo, y lloro amargamente al revivir esa triste imagen.
Se descubrió siendo solo un alma perdida, errante y abatida, condenado a amar y no ser visto o reconocido por ninguna de sus amadas.
Lamentaba que todas y cada una de ellas no supiese de su existencia.
Si lo pudiesen conocer, sabrían que el confluían todas las facetas amorosas que las mujeres por siglos buscaron en los hombres.
El era el romanticismo.
La pasión incontrolable.
El ocaso de los anhelos mas íntimos de una mujer.
Pero ellas no lo sabían.
Cierta noche lluviosa, recostado en las cobijas de uno de sus tantos nuevos amores, recibió un inesperado regalo, al que atesoro como a una bendición.
Un nombre.
“¿ eres tu, Félix? “ suspiro una reciente y joven viuda, confundiendo su caricia con la de su desaparecido esposo.
Apenas negó el bautismo con un leve movimiento de su cabeza, pero embebido en el deseo que ella le producía se arrepintió a los pocos segundos, aceptándolo.
Antes, que el lo supiese, no tenia mas que el mote del errante, y saberse poseedor de una identidad que lo distanciaba de los de su genero le insuflo ansias de vivir, de poder ser un ser humano.
Sabia que esto era tan poco probable como inaceptable.
Muy dentro suyo, despreciaba a los hombres; otras tantas, se compadecía por sus limitaciones para amar; y otras tantas, la ambigüedad de sus propios sentimientos lo llevaba a sentir pena por tan desdichadas criaturas, al saberlos sufridos como el, embriagados en penas de amor insoportables.
No tenia tiempo que perder en juzgar a los hombres; el había sido puesto en este mundo para amar a las mujeres, y a eso se dedicaba todo el tiempo, viviendo un perpetuo sinsabor, bajando y subiendo por una ola de sentimientos indomables, incapaz de encontrar una salida a su eterna agonía.
Como la fábula del vampiro insaciable de sed de sangre, girando cansinamente en la noria inmemorial del amor, su pena se debatía en la zozobra consumada de vivir, y morir para amar...y no ser correspondido.
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