“No volveré a hablar con nadie. No a menos que Luis XVI me regale su guillotina para cortarme la nariz”.
Los libros de romances, las revistas de decoración, el maletín de maquillaje, el camisón de seda y la ropa de embarazada descansan sin ser estrenados. Se viste la camisa negra, los pantalones negros y se calza las zapatillas de ir por casa del mismo color. “Te amo más que ayer”, escribe en la tarjeta y la coloca junto al tulipán en la mesilla matrimonial.
Mientras el gotero le da el desayuno, repasa que todo está en su sitio. En las estanterías los inciensos se mantienen humeantes; los ambientadores copan los enchufes del hogar; los frascos de colonia se hacinan bajo la cama, el sofá, las mesas y el retrete; en las ventanas, la pasta de clorofila sella las gateras a la civilización. Toma una vela de vainilla consumida y la reemplaza. Ya todo es perfecto. Su frontera al pestilente olor de los alientos ajenos vela por su integridad.
Se sienta frente al ordenador y busca la página del supermercado para realizar la compra diaria. Ansioso, marca la casilla de urgente y espera el sonido del timbre.
Las ruedas de un carro chocan en el desnivel del ascensor y Narciso se levanta con ímpetu. Sin retirar el candado abre la puerta. La chica del reparto conoce el funcionamiento: no mediar palabra. Saca del carro el test de embarazo, las toallitas desmaquillantes y los pañales. Uno a uno los pasa por el hueco del trasluz.
La mano derecha de Narciso recoge los regalos buscando los dedos de la repartidora. Sus yemas saben a queso con nueces y miel, su plato preferido. Por eso nunca le empalagaba el suave abrazo que siente en cada caricia anhelada. Con ella, el alma se desprende de su nariz y viaja al lago. Pasea con el brazo rodeando su fina cintura y reposando la mano en sus caderas anchas, ideales para dar a luz a su primer hijo varón, de nariz pequeña y coqueta.
“Pom, pom”. La muchacha golpea la puerta para que coja el ticket. Narciso toma el billete y lo deja reposar en la mano para figurar que ella buscaba su caricia.
Cierra y busca ansioso la mirilla. “Tan, tan, tan tan tan, tan tan tan”, suena Desayuno con diamantes. Contempla sus mechones sobre los hombros, recorre su espalda inclinada por los 7 meses de embarazo, e imagina sus caderas más allá de lo que la diminuta mirilla le permitía ver. “Te amó más que ayer”, le despide en silencio mientras el ascensor baja.
Mantiene el recuerdo de su última imagen en las pupilas y entorna los párpados para no perderlo. Tendido en el sofá, se acaricia los labios secos y agrietados recordando el beso del “sí, quiero”, y desliza la mano derecha a la entrepierna para sentir el calor de sus manos.
Lentamente, la calidez desaparece de su piel y el candor se desparrama entre los dedos aumentando la ira. La pared le reta como el redil al toro. Golpea su hocico cicatrizado contra ella. La sangre se derrama sobre su piel azabache;parda y espesa gotea por el morro entre resoplidos vacunos y se precipita sobre el ruedo gualdo de la moqueta.
Sus entrañas están tan destrozadas como su tabique nasal pero no profiere ni un grito de dolor. Sus labios, cosidos por la soledad, no responden, aniquilados y atrofiados por tres años de silencio. Tres años desde el día de su entierro social.
Narciso lucha por hacerse un hueco para secarse las gotas de sudor de la frente. Diez personas más, alteradas por el miedo, rivalizan por un milímetro de ascensor. Las horas pasan despacio. Súbitamente, la mujer embarazada grita y Narciso le responde con un rugido. Los bramidos crecen como en una manada de elefantes en celo. La putrefacción aumenta y los alaridos de Narciso se desgajan en sus vísceras. Encolerizado, busca en el maletín una aguja y un hilo para “coserles la boca a esa manada de cerdos come fango”. Escudriña en todos los bolsillos pero las náuseas disipan la furia. Sus rodillas se doblegan y cae desvanecido.
Sentía asco a diario al hablar con alguien pero adoraba al ser humano y especialmente a la mujer. Cada palabra que ellas pronunciaban emanaba un hedor que Narciso combatía amando sus labios. Finos, voluptuosos, pequeños, gruesos… no importaba, los colores ardientes de los que estaban impregnados le hacían olvidar la epidemia apestosa que todas compartían.
Pero en ese ascensor no había carmín capaz de salvarle. Sólo veía cuerdas bocales, papilas gustativas y lenguas con sabor a huevos podridos lamiéndole la cara. Narciso intento relajarse en medio de su vertedero humano y pensó: “No volveré a hablar con nadie. No a menos que Luis XVI me regale su guillotina para cortarme la nariz”.
Una gota de saliva reseca se precipita sobre la camiseta negra del pijama. Se despoja de la camisa y muda la textura de su piel endrina. Deshace los dos lados de la cama y ahueca la almohada de ella. “Tan, tan, tan tan tan, tan tan tan”. El sueño le consume despacio y en medio del letargo inconsciente un bostezo escapa de su boca, impregnando la habitación de pestilencia y pájaros desplumados. Su boca se cierra y el tulipán respira aliviado. Mientras, él duerme, de luto, por el hombre que no sabe que es; por el hombre que nunca llegará a ser.
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