En la noche dichosa, en secreto, que nadie me veía
ni yo miraba cosa, sin otra luz ni guía
sino la que en mi corazón ardía.
Noche oscura del alma: SAN JUAN DE LA CRUZ
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Era jueves santo, cuando el repique de campanas de día de gloria anunciaba la misa solemne de cinco y media de la mañana y la comunión. A las tres de la tarde la procesión del Santo Eccehomo.
A las diez cesaron las campanas y los ruidos del pueblo fueron también extinguiéndose, hasta quedar sólo el de los pasos de la gente sobre la calle adoquinada.
Trajes negros, caras afligidas y voces en susurros. Y gente, mucha gente del pueblo en las calles.
Sonaron las matracas, unas como carcajadas de madera y otras como el zarandeo lúgubre de huesos. Dogales de hierro golpeando sobre la madera de los portones.
En la calle del César, el sordo murmullo de la muchedumbre crecía rápidamente. La plaza Alfonso López a unas cuadras del convento del Eccehomo, los calvarios empezaron a atiborrarse de peregrinos desde la media tarde, como por arte de magia.
Por fin, las sombras de las casas comienzan a recostarse sobre las calles y el sol en la postrimería atraviesa con sus rayos oblicuos los vitrales del campanario del convento. Se abren de par en par las puertas.
Al fondo del templo, sobre el hormigueo de las cabezas de la multitud se alcanza a divisar el Santo Eccehomo rodeado de flameantes cirios.
Unificase el color lila de los sayones, enfilados y con sus antifaces puntiagudos, látigos en manos que infunden pavor al hervidero de chiquillos. Los acólitos, con sus blancas vestiduras, empuñan la cruz de oro, el estandarte y los sahumerios que precederán al arzobispo.
Surge en pleno el prelado, y la procesión comienza su recorrido.
¡Permanece cerca, junto a mí, Helena, por favor! Mirá... Mirá como se ve bien desde aquí. No te aparteí. Para mí no hay otra persona en el mundo que tú. ¡Si supieras cuántos deseos tenía de hablar contigo unas cuantas palabras, así, entre los dos solos! Aunque sea de esta manera, en medio de este maremágnum de gente. La cosa es que tú queraí escucharme y responderme. Oye mirá. Dime, Helena ¿Estái brava conmigo? No. Entonces ¿por qué me recibiste ayer de esa forma? Yo no sé por qué esa actitud, pensé que te habían ido con algún cuento. Yo te juro que no he dejado de pensar en ti ni por un instante, desde aquella tarde en el portón ¿te acordái? A veces me parece que fue ayer. Otras, un siglo. Pero el recuerdo me persigue todo el tiempo. ¡Cuánto me dolió después, Helena, largarme así, sin una explicación! Yo te juro que lo hice más por ti que por mí. Lo hice para no contrariarte, para librarte de la imposición de tus padres. Yo también sentí el golpe en mi amor propio. Solo una palabra tuya aquella tarde, habría cambiado el rumbo de mi vida. Desde entonces no sé qué hacer conmigo. Te estoy hablando con el corazón en la mano. Helena. ¡Qué feliz me siento en este instante, por habértelo dicho! Esa es la realidad. Lo supe hasta ayer, qué volví para verte, hasta ahora lo reconozco. Creo que los dos nacimos para querernos. Te lo digo porque lo creo, Helena... ¡Te lo juro!
La romería que llenaba la Calle del Loperena empujaban al uno contra el otro, y a ambos contra las ventanas de las casonas, un muchacho en el afán de treparse al soporte de la ventana le pisa una mano - ¡Dios mío! ¡Estos muchachos! – alegó débilmente Helena.
-¡Bájense! ¡Bájense de ahí! – ordenó Juan Pablo. Y tomando la mano lastimada entre las suyas - ¿Te hizo daño? Déjame ver... –No fue nada...
-¡El Eccehomo! Allí viene...
¿Estas bien así? ¿Sí?
Estaban estrechamente uno contra el otro. Juan Pablo en un impulso de protección, pasó su brazo por la cintura de Helena.
Cuando la imagen del Eccehomo se detuvo, era la segunda caída, la pasión de los ánimos, llegó a su máximo, el cuerpo palpitante y ceñido de Helena contra el robusto y cálido cuerpo de Juan Pablo, el suave aliento rozándole el lóbulo de la oreja, sus manos suaves y amorosas bajo su antebrazo, como amparándola de los empujones de la multitud, le estaba haciendo perder poco a poco el conocimiento.
-¿Por qué llorai, Helena? –Susurró al oído la voz entrecortada por la emoción, de su poseedor - ¡Helena! ¡Helena mía!
Cayó de rodillas, sus piernas le habían negado apoyo. Esos brazos eran lo único que le habían impedido desplomarse.
Se ahogaba. Le faltaba el aire. Las llamas resplandecientes de los cirios, el humo de los sahumerios y el calor insoportable comenzaron a nublarle los ojos.
-¡Helena! – gritó la voz, ahora alarmada.
El cuerpo de la joven pesó al fin por completo. Lo levantó tenía que sacarla de aquella masa aformica de gente en místico delirio. ¡Perdón! ¡Perdón! Con su permiso. ¡Se ha desmayado! - ¡Se ha desmayado! – repitieron algunas voces.
¿Quién es ve…? ¿Quién se ha desmayado?
Una muchacha mona. Mírala. La lleva en brazos aquel joven...
-¿Quién es él?
-Su novio. Toda la tarde estuvieron juntos. Y él le hablaba, le hablaba al oído.
¿Ella no es la que quiere meterse a monja? ¡La misma!
-Dicen que el novio la dejó plantá...
¡Hija mía! Acudió pronto su madre, yo tengo la culpa. Ella se sentía muy mal hoy y no quería venir ¡Helena¡ ¡Hija mía! Por favor ¡que llamen un médico!
La férvida infusión remató sus vagas imágenes, hasta entonces como desaboridas, como una masa de sombras en su conciencia entumecida. Pero ella no había perdido totalmente el conocimiento. Se había sentido en el aire, en sus brazos y contra su cuerpo, él la había besado fervorosamente en la frente y luego en los ojos... ¡y en la boca!
Aquel beso que penetraba hasta las fibras más hondas de su ser le bloqueó la memoria. Después bajo la mirada de personas extrañas, en una habitación que no era la suya, un zumbido de voces murmurantes, cerca y más lejos el ruido sofocado de la calle donde aún hervía el gentío, su primer pensamiento fue para él.
¿Por qué no estaba junto a ella? ¿Por qué la había abandonado allí sola, entre tanta gente...? ¿Hablar? ¿Responder las preguntas de los otros? No. Se sentía bien después de todo. ¿A qué venían tantas preguntas tontas? Ella no tenía nada. Lo único que sentía era un deseo intenso de regresar la película y continuar en la inquietud dulcísima de sus brazos, de sus besos. – Sí, mamá. Me siento mejor. Y haciendo un pequeño esfuerzo dijo: - Llévame a casa ¡pronto! Cerró los ojos y calló extenuada. Se disipó su ego y volvió a ser ella misma. Aún hizo un esfuerzo por volver a pensar en la presión de sus labios sobre su boca...y una idea espantosa persiguió su deseo y lo aguantó: ¡el crucificado! Era jueves santo. El señor sufría su tortura...Ya estaba dentro de ella. Sí, de todos los días de su vida, era en ese preciso momento que pensaba en él y evocaba sus besos. ¡Era jueves santo!
Se sintió rendida. Admitió irremediablemente, que estaba en pecado mortal. ¡El Demonio había estado dentro de ella!
La envolvió una crisis de llanto que alarmó de nuevo a los presentes. – Helena, hija mía: ¿Qué te pasa? - ¡Llévame, llévame rápido a casa mamá!-
Ya, su cuarto le produjo un intenso bienestar, como la taza de caldo de gallina que le llevaron a la cama. Se envolvió en las suaves cobijas y se sintió otra vez niña, inocente, descansada... a pesar de sentirse en pecado mortal. Venció por fin el intenso bienestar físico y todas sus ideas.
Afuera en el callejón de la Purrututú se sentían los pasos de la gente, en día de festejo. En la sala su mamá comentaba a las visitas por enésima vez lo ocurrido...
Cuando despertó, ya la noche caía en ese silencio nocturnal, su madre rendida de cansancio y de sueño, después del extenuante recorrido de las estaciones de la procesión se disponía a descansar.
-¿Cómo te sientes?
-Bien.
¿Quieres tomar algo?
-No.
Entonces hasta mañana.
-¿La bendición?
Que Dios te bendiga hija.
A ella, en cambio las ganas de dormir se le antojaron imposible. La idea de pasar la noche en vela, en aquella oscuridad de su aposento, encerrada en el silencio de la noche la llenó de angustia y se preguntó: ¿Qué se hace el alma mientras uno duerme? ¿Cuál es el misterio?
Su novio y ella se habían besado...-¡Padre nuestro que estás en los cielos...! – comenzó de repente a rezar en voz baja, para ahuyentar los malos pensamientos. Y rezó. Rezó pero inútilmente. Se encontró en un túnel largo y oscuro. Juan Pablo venía a su lado la abrazaba. La atraía contra su pecho y la besaba en la boca. La besaba en la boca... -¡Padre nuestro que estas en los cielos! Susurró varias veces la oración hasta alejar la imagen.
Sus pensamientos la obligaban a levantarse e ir a su altar, la falta de luz y el miedo a las sombras eran como murallas contra las que se estrellaba su violenta necesidad de moverse. Así, inmóvil en su lecho, era imposible... Detrás de los libros en el atril, oculto estaba su flagelo. Simultanea a la idea y como un rayo cercano, el relámpago estremeció todo su cuerpo, la urgencia del deseo estalló en sus oídos como una orden. Ahora o nunca. ¡Ve…!
Se escurrió de la cama. Sacó su vela del candelero, corrió el biombo para que la claridad que entraba por la puerta no despertase a su madre, abrió la puerta y salió del aposento. Avanzó en línea recta, la vela temblaba en sus manos. La noche era fresca, corría una suave brisa igual a la que baja de la Sierra Nevada en tiempos de lluvia y se esparce por el valle del río Guatapurí. Ya estaba frente al altar que había en el último cuarto de la casona. La recibió un fuerte olor a madera frotada, recién barnizada con cera, que le dieron tranquilidad a sus nervios. Colocó la vela en el altar y comenzó a quitarse la esperma derretida entre sus dedos. Recorrió satisfecha, con la vista, toda la habitación.
Con grata parsimonia de sus movimientos, sus manos seguían temblando, haciendo muy lentos sus movimientos, prendió los cirios del altar, contempló por unos instantes al Redentor, buscó en el atril, detrás de los libros rozó el fuete liberador. Lo tomó por el mango y lo restalló en el aire, probando sus fuerzas... Así, así lo usaría contra su cuerpo mezquino.
Afligida de felicidad, alzó de nuevo los ojos al Redentor. Oró, de rodillas, el corazón le cabalgó intensamente dentro del pecho y los oídos le zumbaban. Un sudor copioso brotó del fuego de sus entrañas, sensibilizándole todos los intersticios de su piel.
Se fustigó, el primer latigazo fue contra su espalda, por encima del hombro izquierdo... el azote cayó inofensivo, sobre su camisa suelta. Nada.
Era inútil tratar de flagelarse sobre la ropa, de un tirón arrojó la camisa al suelo. Sus senos firmes saltaron temblando... Por un momento quedó inmóvil asustada. Ya no sentía el pudor de siempre, ante su propio cuerpo. Aquel púdico respeto por su cuerpo, que la obligaba a tomar tantas cautelas hasta para bañarse. Iba justamente a castigar su ominosa envoltura carnal, cuyo perverso sentido temía apenas en los ojos de los hombres, sin saber el por qué. ¡Iba a librarse, a salvar su alma!
Como santa Cristina de Tirol, Sus pechos eran como los de la santa, firmes y sensuales. Pronto manarían sangre...
Sí el Demonio había inducido a su novio a meterle aquellos ardores que aún le quemaban por dentro, entonces cuando al día siguiente la encontraran muerta, bañada en sangre.
Dios la iluminaría en su dolor y salvaría su alma.
Desde luego, ella no quería agraviar a Dios matándose. No.
Ningún mártir había muerto así, de su propia mano.
Ella se azotaría como nadie lo había hecho, hasta verter la última gota de aquella melaza roja y horrible. Su ángel de la guarda volaría al cielo, a avisarle a la virgen. Y entraría así, laxa y redimida, como Cristina, virgen y mártir, en la gloria del Señor. Dulces voces como las del salmo celestial, resonaron en sus oídos. Vería a su madre desde el cielo. Volvería a ver a sus padres juntos abrazados, como cuando era aún una niña... Como Juan Pablo la había abrazado a ella, la había apretado, la apretaba contra su pecho y la besaba en la boca. En su boca...
Se estrujó sollozando las caderas y los pechos. Volvió a fustigarse hasta diez veces, sintiendo el ímpetu creciente del deseo con la fuerza agonizante de su brazo.
Cayó de rodillas, se asestó golpes ciegos con el mango de la fusta entre las piernas. Deseó fuego, lanzas, saetas, el tosco instrumento de tortura comenzó a rasgar la carne, se volvió instintivamente y se vio un muslo manchado de sangre. Su herida era entonces su único goce. Tomó la fusta por las tiras que tenían las pértigas y con el cabo se golpeo los pechos, las caderas, los glúteos. Su mano izquierda se aferró sobre el seno pulposo queriéndolo arrancar. Extrañas visiones empezaron a aparecer ante su mente en blanco, mientras vagas ideas se formaban en su cerebro.
Veía su pensamiento.
El Demonio la tentaba, provocando en ella las mismas sensaciones de las que quería huir. Una sed terrible la acosó. Sed de desgarramiento, de algo que la penetrase en su cuerpo librándola de él para siempre, matándola.
Chorreando sudor y jadeante, envuelta en el aliento acerbo de su propio cuerpo, cansados ya sus brazos y la noción de su impotencia, se tendió en el suelo, vencida, sus manos trémulas arañaron las tablas. Sus débiles gemidos cesaron de repente. Vibró todo su cuerpo en un paroxismo agitado, intermitente y por fin quedo inmóvil.
Un ligero ruido la hizo alzar la cabeza. Era arriba, en el marco de la ventana. Desde su posición no le permitía ver la figura negra. De un rápido movimiento se puso de pie.
¡La sombra como una figura humana!
Con un seguro instinto de defensa tomó del suelo sus ropas y corrió hacia el rincón, bajo la ventana.
En el silencio de la noche Helena oyó el golpe sordo de un cuerpo cayendo a tierra, al otro lado de la tapia.
Sintió caer una gota sobre uno de sus pies. Sangre. La ropa, sus manos, todo estaba manchado de sangre... Corrió hacia la puerta y la abrió. El zaguán en sombras la obligó pensar en los sirios encendidos del altar. Retrocedió unos tres o cuatro pasos.
¡Su flagelo! Lo recogió del suelo, apagó los cirios y se lanzó a las sombras, abanicando con sus manos el vacío.
En el zaguán le sorprendió una claridad inesperada. La luna en menguante iluminaba los arcos del portón del patio. Volvió de pronto la cabeza, a la izquierda. Con un ahogado sonido de grillos, la puerta de hierro acababa de entreabrirse.
Y en la franja vertical de opaco azul vio incrustada una silueta inconfundible.
Era su pensamiento, desde que el ruido en la ventana del oratorio la devolviera a la realidad, con la súbita alarma, a sus sentidos. La idea de gritar, correr a su cuarto, se heló en su cerebro. Frente a ella y donde debía ver la puerta de su aposento, se le antojó un muro cerrado, sobre el cual la luna, a través de los vitrales de colores urdía fulgores de pesadilla...
Miró de nuevo. Y su horror se perdió en las sombras.
La franja azul opaco y la negra silueta había desaparecido.
Los perros, en el traspatio, comenzaron a ladrar furiosamente.
Dio un paso, temblando, y sus piernas obedecieron. Caminó derecho, derecho. Sus manos, de pronto, chocaron contra un objeto duro: - ¡El Diablo! ¡No! – gritó con voz apagada.
Su cuerpo chocó entonces de nuevo contra algo.
El fervor subió como la fiebre, bajó la mirada y cerró los ojos para qué se acostumbraran a la oscuridad de su aposento.
Y a tientas, rozó con sus manos temblorosas un cuerpo duro.
Era el biombo, que había dejado atravesado cuando salió.
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