Se encontraba entre los basureros repletos y pestilentes, acumulados en la esquina del callejón, donde los habitantes de los conventillos habían dejado su basura durante una semana, esperando que el camión pasara a recogerla, porque ya era una semana entera que no pasaba, que la verdad nunca nadie sabía cuando iba a pasar, porque a veces se demoraba meses, incluso años, por decir que hasta la última vez no había recogido la basura del barrio en dos, dejando un olor que era nauseabundo, insoportable con el calor, y cuando lo hizo quedó tan limpio que los dueños de las casas no eran capaces de reconocerlas, pero ya iba una nueva semana y el clásico olor se había recuperado. Maldito sea el gobierno, dijo, que tiene la culpa de todo este basural, si no fuera por mi queridísima madre María Ester Sepúlveda, dijo, que yo hubiera crecido igual que estos pordioseros que no se cansan de revolcarse en sus propias heces, maldición que tengo que aguantarlos a ellos y a su basura, pero si lo pillaban esta vez no iba a tener perdón, la ley es bien clara en eso que aquel que sea reincidente no recibirá misericordia, y uno no puede arriesgarse a eso o sino cómo cresta espera el gobierno que uno alimente a su familia, que tiene que comer, porque sólo ellos son capaces de sobrevivir sin comida. Hace varios años que nadie tenía dinero suficiente para comer y aún así los precios no bajaban, donde el discurso oficial era mantener la economía y que el país debía insertarse en los precios del desarrollo globalizado, pero para qué mierda quieren eso, queridísima madre María Ester Sepúlveda, que siempre me enseñó que había que ser honesto y solidario, pero solidario antes que honesto porque ella era muy católica, recuerdo que rezaba sus cien rosarios diarios mientras sonaba la música de fondo y que con esos rosarios nos mantenía vivos a mí y a mi hermano, Daniel Sepúlveda, que nunca más comió en su vida, decía que no lo necesitaba, que era cosa de débiles y se pasó para el lado de ellos, feliz de la vida lo recibieron pues el siempre fue muy violento, le gustaba pegarle a todo el mundo al punto que siempre pensé que disfrutaba el dolor físico pues nunca dejó de golpear sin importar los que le llegaran en el hocico y por Dios que manera de sangrar después, pues así era la vida en el pueblo, violenta y hambrienta, aunque ya nadie se moría de hambre desde que había sido prohibido por un decreto de ley inapelable bajo la pena severa de resurrección, tortura y después asesinato cruel y desaparición, por eso había que ocultarse de ellos, por los decretos de ley que eran pan de cada día, como si el presidente pensara que podría apalear la pobreza y las guerrillas con sus poderes que sólo afectaban a los pacíficos hombres de los pueblos pequeños. Qué puta si me llegan a pillar, dijo en voz alta, desconcentrando a los niños que jugaban a la pelota, que uno se le quedó mirando con los ojos perdidos, como si le recriminara el escondite pensando que un hombre adulto no puede andar hueviando en la basura, y qué le importa al cabro chico, ya ándate, no vez que si me agarran ahora si que es mí última, pero este que no entiende, parece que necesita unos buenos golpes para que le entre en la cabeza, pero de ahí no podía salir con todos los policías dando vuelta que si lo pillan ese si era el fin, pero el niño lo acusaba con su mirada, bastaba con que uno se diera cuenta que el niño miraba y fuera a revisar y listo, queridísima madre María Ester Sepúlveda, ahí quedaría tu hijo golpeado, era mejor que se fuera, pero como no se iba no queda de otra que ahuyentarlo. Se paró con la mano empuñada y con ademán de pegarle y el niño salió corriendo:
- Parece que asustaste al crío, huevón.
La mirada que le clavó fue tan fría que se congeló durante unos segundos, no había escape, donde correr ni donde esconderse, esa mirada lo seguiría a donde fuera, hasta agarrarlo, pero ya estaba rodeado y no podía siquiera hablar.
- Por favor, Daniel. Fue sólo una hogaza de pan… pa’ los cabros.
- No hay perdón, hermano, al ladrón reincidente se le corta la mano derecha.
El grito fue tan fuerte que se dice que el eco duró siete horas. Desde ese día, la marca de ladrón lo acompañaría para siempre.
© David Sebastián |