La rosa trémula, tímida ante sus caricias imperceptibles, parecía sobrecogerse a cada roce de sus largos dedos en los pétalos cerrados. Palidecían al paso de los minutos, apagándose turbadoramente entre sus manos. Sus ojos penetraban dolorosamente en el capullo cerrado, cada vez con un deseo más intenso, cada vez más seguros de pertenecer al fondo de la flor como un solo ser, con vida o sin ella... Pensó en una naciente niña-flor que surgiría de la unión con la rosa que acariciaba entre los dedos, muriendo poco a poco entre suspirillos agónicos de sádica felicidad.
Le apoderaban a medida que pensaba en otras cosas y corría el día, unos deseos innombrables de aprisionar con sus dientes el suave y firme capullo, y sentirla morir junto a sus labios.
A diferencia de otras ocasiones, ahora entendía, allí de pie frente a la puerta -con el pasado detrás como un delicioso karma- que nada hay más grande, ni más seguro, ni más fuerte que lo perdido. Se sabía desde ya vencida, y sin embargo no podía pensar en otra cosa que en la rosa que sostenía entre sus dedos. ¿Qué había pasado antes? No podía saberlo. Únicamente, y con la perversidad de una sonrisa, imaginaba paso a paso la muerte que se sucedía entre sus propios dedos... una vez más tuvo la visión de ese capullo aprisionado por sus propios dientes: Se vio acercando el capullo a la boca –despacio, despacio, que no se acabe nunca- y luego esa deliciosa sensación macabra mientras hundía lentamente los dientes en los pétalos blanquecinos. Pero no. La rosa moría sola, virgen e intocable, con esa muerte nítida de lo real e imaginable.
¿Qué había pasado antes? No podía saberlo. Allí, frente a la puerta, entendía que nada hay más grande, ni más seguro, ni más fuerte que lo perdido.
|