El espejo acuático oculta tormentas furiosas.
El misterio en lo profundo se marea en remolinos de ayer.
Las gaviotas suenan la alarma de cosas pasadas y futuros lejanos,
mientras tiburones huyen de un solo delfín.
Las nubes pasan como cangrejos,
y la tortuga entierra huevos
para que nadie las pueda comer.
De repente llega la ola con cola de pescado enorme;
el cielo se oscurece y el viento estremece
los entresijos del cuerpo de un pescador muerto
que ya no tendrá que sufrir.
Embarcó en su bote de noche ya casi de madrugada
recordando un sueño lerdo de arena y damajuanas de náufragos,
y la zumaya en la ventana le cantaba a la luna una canción de adiós.
No se oye el gallo cantar por las olas que rompen
(y hasta de costado llegan olas
y otras corrientes peligrosas)
en esa playa de Manglaralto.
Tampoco se escucha la zumaya triste despedirse de la luna.
El viejo tira redes, las recoje, y las mende,
y si se enredan animales, el viejo, siempre amable,
los suelta y dice “amore”.
Las olas cesaron y el océano se hizo espejo.
Su hijo se alegró y dijo “¡Oye papi, mira qué lindo!”
Pero el viejo presintió algo y se acordó de ese día con su padre...
su último día con él.
Y se acordó de todo.
Se acordó de su nacer,
y al acordarse del hijo de él,
dijo “Dios, que también se salve.”
Se acordó de ese sueño lerdo
y de la canción de la zumaya.
Se acordó de su cuna, y también de la luna,
llegó una corriente fuerte, presintió su muerte,
tsunami, maremoto.
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