Desperté y el penetrante olor a podredumbre se aplastó contra mis narices, me levanté a beber un poco de agua y el chorro que salió de ella era turbio y maloliente. Insomne, con una sed de legionario, me acordé de la cerveza que se helaba en el refrigerador. Abrí este y observé espantado como una especie de tallarinada de gusanos envolvía. la botella verdosa. Larvas blanquecinas saltaron a las baldosas y trataron de subir por mis piernas. Aquí no sucedió como en aquellas películas de terror en que en plena cúspide del miedo, la escena cambia y el protagonista aparece sudoroso en el medio de su cama. No, la pesadilla no era tal, era algo palpable, vomitivo. Abrí el ventanal del living y olores cadavéricos invadieron el recinto. No quedaba nada por hacer, todo era podredumbre, heces, pestilencia. Me quedé en el centro de la pieza, mirando hacia el techo. Legiones de hormigas acudían a la urgente convocatoria del cadáver de un bicho inmenso que se deshacía en humores apestosos…

El médico tildó mi caso como depresión.
Yo lo catalogo como desesperanza…