La tarde estaba hermosa. A Cristian le parecía una broma cruel de su padre desde el más allá. Ya le parecía verlo agarrarse la panza y escucharlo reírse hasta que finalmente le susurraba: “dale pibe, ahora te toca a vos”.
Para su pesar, tenía que hacer todos los arreglos para el velatorio y el entierro, cosas que uno no sabe que tiene que hacer hasta que llega el momento.
Se había puesto un traje negro que le prestaron y se disponía a padecer las siguientes horas en el espantosamente amueblado lobby de la cochería.
Estaba el muchacho sumergido en sus pensamientos cuando, con resignación, vió que empezaba a llegar la familia. No tenía ganas de hacer como que le caían bien los tíos de Capitán Sarmiento, ni los primos de Tandil. Pero ni siquiera consideraba la opción mas simple que siempre le había sentado tan bien, irse. Ahora, aún contra su voluntad, le habían pasado la antorcha y tenía que ponerse los pantalones largos irremediablemente.
El velatorio fue largo e incómodo. Los familiares se le acercaban para decirle las mismas frases hechas y previsibles que le corroían las entrañas. El olor a desodorante de ambiente y a flores de las coronas lo habían entumecido y a los tumbos salió hasta la vereda. Se sentó en el cordón con los zapatos brillosos dentro del agua y los ojos fijos en el verdín.
Escuchó que detrás suyo se acercaba alguien y se prendía un cigarrillo.
“¿A quién dejaste para laburar el kiosco hoy?” le gruñó su tío Alberto.
“A nadie” le respondió atónito sin dudar.
Desde que era adolescente, su papá le dejaba el kiosco de diarios a cargo para que se gane algunos pesos mientras estudiaba, pero desde que había dejado la facultad se pasaba los días enteros ahí, aprendiendo sobre el negocio, aunque lo detestara con el alma. Ahora era su responsabilidad.
"No es mi problema" se repetía sin creérselo mucho.