Celina despertó todavía somnolienta, los rayos del sol asomándose perezosos por los huecos entre las gruesas cortinas verdes. Mientras su subconsciente inmediata y automáticamente pedía cinco minutos más de descanso, su conciente se puso alerta por un segundo. Un sólo segundo bastó para poder darse cuenta de lo que pasaba, de lo que ya había pasado; de lo ya ahora irremediable, inmutable, inevitable. Entre el suave abrazo que la envolvía, se encontraba un chico no más grande de diecisiete años, de buen ver, moreno como tierra húmeda en primavera, con la mirada cerrada y la respiración feliz de un ángel que descansa. El corazón de Celina dio un breve salto rápido, arrítmico, fuera de lugar entre aquella paz y tranquilidad de la mañana. Mientras miraba al muchacho, se sentía bizarramente atraída hacia él; sin duda, libido y pasión y juegos del corazón. Ambos estaban vestidos, pero bajo la falda de escaso material que traía ella, ya no había nada; la tanga azul celeste tirada en algún rincón de aquel piso alfombrado.
“Recuerda…”, se dijo Celina a ella misma. Con dificultad las imágenes de la noche regresaron vagamente. Primero muchas risas y amigos y chistes obscenos. Una mesa bastante amplia en un bar de malamuerte donde la Pacífico era excesivamente barata, el “Nirvana”. Entre cubeta tras cubeta de cerveza, fondos de variados tamaños, tequila seco y aguardiente, le presentaron a este capullo de vida. Primo de Beto. No, de Gianni. Sí, de Gianni. Se hicieron las presentaciones. Sonrisitas coquetas. Otra cerveza, un tequila para ella. Le agarró la mano. Más sonrisas. Plática irrelevante. Ahora tequila para los dos. Cuando salieron del bar y todos decidieron seguirla en el depa de Beto, Celina y el primo de Gianni se quedaron atrás. Caminaron un rato bajo un cuarto de luna curiosa, entre callejuelas vacías excepto por fantasmas de antaño; el canto de los grillos rompiendo el encanto de la noche silenciosa. Se sentaron sobre el pasto de un parquecito jocoso y platicaron de sus familias y sus desamores. Platicaron de su niñez y Celina se acordó se sueños ya asesinados tras la perdida de la inocencia. Ojos penetrantes que la observaban del otro lado; ojos con ilusiones todavía.
- ¡Hey, sonríe!, Celina recordó el eco de su voz. Un momento tonto de nostalgia, pero de nuevo ella otra vez, encantadora, exuberante, coqueta.
- Me gustaría poder llevarte a un lugar lindo donde pudiéramos estar solos los dos, pero la verdad es que no traigo dinero, dijo el muchacho un poco apenado.
Las palabras sonaron un algo enternecedoras realmente. De seguro tocaron una fibra sensible de la innombrable, porque Celina lo tomó de la mano entonces, susurró un suave “ven” y lo llevó hacia un pequeño motel, algo acogedor, a unas calles de donde estaban. En el motel, con un aire ligero y escurridizo, se echaron unas cuantas cervezas más. Contaron anécdotas llenas de piratas, sirenas, cuervos, hadas y enanos que vivían en las sierras más altas. No paraban de reír y entre la risa, se empezó a formar una conexión especial, un lazo todavía frágil, de intimidad. Lo demás era demasiado vago. Celina era incapaz de juntar las piezas y era casi como si de aquel punto se hubieran transportado mágicamente hacia este.
Lo que había pasado era, indudablemente, obvio. El sentimiento: neblina en las nubes y perfumes baratos. El olvido néctar de los dioses, una farsa burlona de la pelea. En verdad no era más que una comedia barata; aquella mujer, ya pisando los treinta, con un puberto desvirginado lleno de experiencia. La magia de la noche, el encanto de la unión, la manzana del pecado, todas extintas por los rayos de la mañana y la memoria muerta de algo que no existió. Celina, recogiendo su tanga azul celeste dijo un adiós interno y beso los espectros de los fantasmas que no recordaba. Esperaría la llamada de Gianni y las tenues palabras recitando deseo y despertando verdades sordas; escucharía mientras le decía lo fascinado que estaba su primo con ella, cómo quería volver a verla, cómo podía respirarla desde lejos casi tocándola de nuevo. Libido y pasión y juegos del corazón. Pero Celina fingiría enfermedad y un viaje al Caribe, cenas con la reina de Inglaterra y después una muerte súbita. Eso era borrarse del mapa y hacerlo con estilo. En su destierro daría suspiros muertos por el recuerdo vago, borroso, de la cercanía a un cuerpo joven y fértil. La forma sutil en que era acariciada y la mirada llena de admiración. Por su parte, un deseo jugueton como primavera renaciendo sin mortificaciones del futuro, libre, transparente, vivaz. Recuerdos que en su mente serían recreados de tal manera que todo se esfumaría excepto la belleza. Lágrimas guardadas. Pero dentro, muy dentro, un gran agradecimiento creciendo. Hace tanto que no se dejaba llevar por el llamado salvaje de la carne, por el suave susurro de la atracción. Después de tantos años, Celina no se acostaba con nadie excepto viejos corroídos por la calvicie y agraciados por la gordura. Celina no se acostaba con nadie excepto aquellos que le causaban repulsión, y que al mismo tiempo la remuneraban bastamente por su asco. Celina no tenía relaciones sin fingir gemidos que despertaban una locura deliriante, que culminaban en un orgasmo falso y vacío con rezagos a amargura. Celina en su profesión, ya tanto después de amores intensos, reales y perdidos, no se dejaba sentir pasión excepto en ciertos momentos de desliz. Y aquellos momentos los protegía como protegía siempre a su corazón ya cerrado. El amor se quedó en brazos de otra. Celina, puta profesional con certificado de maestría, jamás volvería a decir un simple “te amo”. Aunque su corazón le rogara con brinquitos rápidos y violentos, ella… ella preferiría voltear hacia el otro lado, pretender que tendría mejores cosas que hacer: fingir y fingir y fingir.
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