Mic observaba como la noche se dilataba apareciendo el manto de estrellas que iluminaban aquella sórdida esquina entre Boulter street y St. Clements. Sus manos ensangrentadas y los ojos impregnados por una gruesa capa de odio recogían y miraban el nauseabundo cadáver que poco antes luchaba por escapar de las garras del óbito. Un muerto que en tiempos ya arcanos había hecho de la vida de su verdugo la más amarga de las existencias. Nick no volvería a interponerse en su camino. No volvería a arrebatarle a la joven que él amaba, ya no; no ocurriría de nuevo lo que aconteció hace quince años.
El muerto zozobraba de sus brazos, los chorros de vida caían como una gran cascada amazónica a cada paso que daba. Ya estaba hecho. Tan sólo faltaba depositarlo en aquel lóbrego río que partía Oxford en dos y todo habría concluido. No debía permitir que ninguna huella suya quedase sobre el cuerpo del difunto ya que esto podría dar aliento sobre quien había cometido el homicidio.
Arrojado el inerte cuerpo sobre el Tamesis y evaporándose la sustancial indignación que produce el asesinato, Mic se abalanzó sobre High street caminando a cada paso de sus pies y de su mente la historia de la ciudad, una ciudad atormentada por haber vendido su alma al diablo a cambio de lograr la mayor biblioteca que jamás conociera civilización alguna. Algo sumamente insignificante frente a los cientos de diablos que corroían su propia alma…
Las pocas personas que moraban por la calle (un viejo con un ridículo sombrero, una mujer rubia, un par de estudiantes que apoyaban su ebriedad en el hombro del otro…), huían hacia sus hogares, sin saber claramente el motivo de su huida pero sabiendo que ésta se les hacía imprescindible para su tranquilidad mental.
- Disculpe, ¿tiene un cigarro?- dijo una ronca voz tras sus espaldas-.
- Pero quién… ¡maldita sea! Eres John, ¿qué haces aquí a estas horas?- alzó la voz dándose la vuelta bruscamente
- Sólo caminaba, ¿y tú?
- Igual…
Con la cabeza gacha fueron avanzando a grandes trancos por la calle, juntos pero separados por un silencio que gritaba de angustia. Los dos habían mentido, sí, pero eso daba lo mismo. Ambos sabían de su mutuo embuste y ambos lo aceptaban como valido. Qué diablos importaba lo que pensase el otro, tan sólo eran compañeros de oficina.
… Los sudores le corrían por la frente. Mic, con los ojos envueltos en mil pavores, se despertó de aquel ominoso letargo. Una aciaga pesadilla, la misma de todos los días, pero con distinta sangre en sus manos. El colchón ardía de desesperación, y él de un incesante sentimiento de culpabilidad por causa de unos sueños que no le permitían realizar ni el trabajo ni la vida estándar que provoca la rutina. Ese sentimiento de culpa se hacía dueño de su ser y la tristeza estrujaba su corazón… y lo peor eran sus manos…manos manchadas por la sangre de otros en sus sueños, sí, en un simple sueño, pero manchadas de sangre, igualmente.
La mañana transcurrió con absoluta normalidad en los quehaceres del día a día pero su alma sufría por la inexistencia de ésta. Tomó el desayuno junto con las noticias asesinas que retransmitía la radio y partió a Blackwells, la tienda de arte donde trabajaba. La labor a realizar era escasa: un par de clientes curiosos que merodeaban entre los libros de Dalí y una hermosa treinteañera de cabellos dorados que le miraba de soslayo. Mic, desconsolado por su falta de valor en lo que a relaciones con mujeres se refiere, apagó la pantalla del ordenador y marchó al cuarto de empleados a tomar el almuerzo. La luz, tenue, entraba tras la cortinas, enfocando directamente al sofá que estaba en el ala este de la habitación. John con la mirada perdida en un punto indeterminado del espacio, se acariciaba la melena castaña, mordiéndose los labios. Mic, le observa; él lo sabía pero le daba igual. Nada de lo que aconteciese iba hacerle ver las cosas de otra manera. Ya no. Después de lo que sucedió la noche pasada nada sería igual…
Todo sucedía en completa normalidad, pero el tiempo, al igual que lo hace el desgaste de la vida, avanzaba más y más…
La vuelta a su morada se convertía en insoportable para su ánima; y su mente agonizaba de consternación…
- ¿Qué inválida mente es capaz de sufrir por unos aciagos sueños? Los andares de mi vida, insuficiente, no deben alterarse por infaustas pesadillas que sólo pueblan escasos instantes de un día. ¡No!, pero sí, a quién engaño. Sólo a mí. La resistencia ante esto es una oceánica quimera y los fusiles se quebrantan ante flores de tonalidades rojas y ocres. ¡Ah! ¿por qué?
La bicicleta avanzaba y ya poco faltaba para llegar. El sueño le volvería a subyugar y el caos daría inicio otra vez, como cada noche…
...¡Dios, no! ¡Otra vez no!... La luz del día traspasaba los recovecos de la persiana de su habitación y Mic volvía a sentirse ahogado de sudor. Una muerte más había sucedido aquella noche; una muerte ejecutada por sus manos… y sangre y odio en su mirar.
En esta ocasión, la víctima había tornado de sexo. Una jovencita que le abandonó cuando su relación con ella pasaba por el mejor momento, pero eso no importaba, no. Era la sangre y el desprecio hacia sí mismo lo que le estremecía. Unos hechos que traspasaban el mundo de los sueños para internarse en la realidad, poblándolo todo de oscuridad.
Pasadas unas dos horas, Mic se recostaba sobre el sofá en el que el día anterior encontró a John sentado, lamiendo sus penas en silencio. Hoy no había ido a trabajar y aunque ya había pasado el tiempo suficiente, éste no se había ni molestado en avisar sobre su ausencia. Quizás a él también le ahogaba habitar durante ocho horas en ese antro de baratas copias de arte o puede que se hubiera cortado las venas y ahora estuviera en una bañera llena de agua candente y exhalando el último hilo de vida que le queda. A Mic no le extrañaba esto. Incluso él mismo pensaba en llevar a cabo tal empresa; quizás la única en la que podría demostrar el poco valor que vegetaba en sus entrañas puesto que este acto, en su opinión, estaba cargado de una intrínseca valía moral y ética cuando la existencia humana carecía de sentido. Y John, como no era difícil de entrever, se encontraba cerca de ese punto.
Acabada la jornada, un suspiro brotaba entre los labios de Mic. Su hogar se convertía en su mente en un tenebroso castillo románico de grotescos muros que no le permitían en escapar, que se agazapaban junto a él en su lecho mientras su vaga voluntad huía de la pérdida del conocimiento
…Mic sentía el rechinar de sus apretados dientes, el calor del puñal en sus manos y la vida en un quejido. La penumbra se hacía dueño y señor de la habitación en la que se hallaba. No la conocía, pero aún así algo de su esencia le hacía pensar que aquel sitio en el que estaba no le era en el fondo tan ignoto. De pronto, su mirada se dirigió a la cama que allí se encontraba: un pequeño niño de no más de diez años yacía en ella; dormía y su penetrante suspiro hacía retumbar las paredes. Mic se acercó, sigiloso, sabiendo que el silencio era un gran aliado ya que de lo contrario su escapatoria podría llegar a ser imposible de realizar. Su cuerpo y corazón sentíanse poseídas por un inexplicable odio hacia aquel pequeño, un odio que le cegaba completamente. Debía matarle; eso es lo único que sabía. Nada más importaba… Levantó el cuchillo y asestó la puñalada. Primero al cuello, eliminando así sus cuerdas vocales para arrinconar el posible peligro de que el niño gritase. Después de varias estocadas aquel cuerpecito quedó atestado de hemorragias y las manos de su verdugo de sangre…mientras las puñaladas no cesaban…
El niño yaciente sobre una colcha teñida de rojo no se inmutaba… Volvería a hacer desaparecer las huellas del crimen y… todo habría acabado.
La mañana se despertó bochornosa. El cuarto de Mic, extasiado por el pulcro orden que le caracterizaba, gritaba de palidez frente a su lecho…pues en éste reposaba él, calado de puñaladas. La sangre trotaba por las sábanas y sus manos… sus manos se manchaban de la sangre de su propia infancia.
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