Un día de verano, de un cálido verano, pasado medio día salimos con mi madre rumbo a Chillán Viejo. Todavía no habíamos pasado el puente que divide Chillán y Chillán Viejo, en ese Estero, dos cuadras al norte del Zoológico.
Cuando mis zapatillas comenzaron a sonar de una manera anormal.
Dar un paso y sentir un “cuaj” era inevitable.
En un principio lo encontré gracioso y pensé: “Que bueno que se rompieron, así no me obligara a ponérmelas mas”.
Comencé entonces a exagerar la zancada y el ruido fue en aumento.
Mi madre extrañada, me ordeno revisarlas. Sacármelas y ver el problema no fue difícil, pues me quedaban un poco holgadas.
En realidad, bastante sueltas, ya que eran dos tallas mayor a la mía. Pero a caballo regalado no se le miran los dientes.
La causa del ruido no tenia nada en particular.
No se trataba de una rotura.
Era nada más y nada menos, que una abundante transpiración, conjugada con una zapatilla de plástico de muy mala calidad y un calor insoportable.
Una lágrima rodó por mi mejilla y fue a dar dentro de ese humilde calzado.
No le dije a mi madre y a escondidas resfregue ambos pies en la tierra, me las puse de nuevo y me abroche fuertemente los cordones.
Desde entonces una pena de niño se arraigo, en alguna parte de mí.
Aun hoy, ya grande, en otra situación, -“con las vacas gordas”- a veces todavía creo sentir ese “cuaj”, y la pena, me recorre.
Cualquiera que me conozca, podría pensar que estoy culpando a mi madre. Porque ella me crió y lo hizo sola. Pero no es así.
Es mas, siempre he reconocido, que ella hizo lo imposible por salir adelante con nosotros.
Pero a veces, no alcanzaba para más y ese no es el punto.
Pero un niño a esa edad, cuestiona a la vida y se pregunta: “porque otros no tienen estos problemas y yo si”.
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