En otra oportunidad, que para variar mi papá no estaba. Nos encontrábamos mi mamá, mi hermana y yo, en la casita chica del bajo, en una tarde oscura y lluviosa de invierno.
Mientras disfrutaba del olor a azúcar quemada, del cubo que recién había tirado al bracero, mi madre se entretenía cazando una gran araña que había pillado al lado de su cama.
Fue cuando escuchamos unos disparos. Con una reacción felina ella se puso de pie y apago la lámpara. Por varios minutos nos mantuvimos en silencio, absorbiendo el molesto olor al humo de parafina que esta expedía.
Solo el resplandor de la brasas evitaba la oscuridad total.
Luego el silencio absoluto fue destruido por sendos disparos, muy cercanos.
Era el anuncio de que en alguna parcela vecina se entraron a robar y los habían descubierto.
Una vez vuelta la calma, con una valentía que aun no me explico, ella decidió ir a ver los daños.
Se puso poncho y sombrero, cargo a mi hermana de pecho y como pudo tomo la escopeta.
Mientras caminaba cargaba con el peso de una guagua, un grueso poncho de castilla, la escopeta y todos los miedos que un niño de 4 años puede tener.

Mientras, yo, colgaba del chal con que envolvía a mi hermana y trataba de adivinar donde pisaba.

La noche estaba cerrada como una boca de lobo y uno no se veía ni los pies.
Caminamos rumbo a la casa del alto, por el sendero que había entre las parras.
El miedo me hacia transpirar helado y mi respiración era agitada.
Estábamos a punto de llegar, a la casa del alto, cuando escuchamos venir un caballo a toda carrera, directo a nosotros.

¡Alto o disparo!. – Grito mi madre con la voz mas ronca que pudo.

¡Epa, soy Demetrio vecino, no dispare!. – Inmediatamente se escucho.

Se acerco entonces y su porte parecía el de un gigante al lado de nuestro.
El era un hombre alto y fornido. Huaso de tomo y lomo, curtido por el trabajo de campo.

Aunque era un tipo rudo, no dejo de sorprenderse cuando nos vio.

¿Onde diantres esta el compaire iñora?. – Pregunto.

Pero cuando supo que el hombre de la casa, hacia una semana que no aparecía, porque andaba de parranda, en una actitud machista y encubridora no le dio importancia y bruscamente cambio de tema.
Nos contó entonces como fue que descubrió robando a unos cuatreros en su parcela y los corrió a balazos.

El problema es que alcanzaron a dar muerte al animal y su muerte no podía ser en vano. Luego de regalarnos una pierna de la infortunada victima, le pidió a mamá que se fuera a casa tranquila, ya que el se encargaría de pasar rondas en lo que quedaba de noche.
De mi papa, ni las sombras.

Con el tiempo supe que mamá no sabía disparar y que la escopeta no estaba cargada.