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Inicio / Cuenteros Locales / daicelot / El año que vivimos en peligro

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Hinojo:

(del b. lat. fenucŭlum).
1. m. Planta herbácea de la familia de las Umbelíferas, con tallos de doce a catorce decímetros, erguidos, ramosos y algo estriados, hojas partidas en muchas lacinias largas y filiformes, flores pequeñas y amarillas, en umbelas terminales, y fruto oblongo, con líneas salientes bien señaladas y que encierra diversas semillas menudas. Toda la planta es aromática, de gusto dulce, y se usa en medicina y como condimento.


Las vidas cibernéticas son más cortas pero no por ello menos vidas. Un año cibernético son como diez de la vida real. Una conexión, un fotolog con cuatro años es un anciano de aquellos. La cosa es que una de esas imágenes perturbadoras siempre lo es Lenina. Y es que parece que la Lenina encuadra, engloba, completa, compete y circunda con precisión el paso del cibertiempo que me hace mirar aquella etapa como si fuera un pasado muy remoto. Probablemente ella ya no nos recuerde, pero nosotros, cabezas de caja, sí. No podemos simplemente olvidarnos del Kurt o del Camilaxus, o la Lifeless, no podemos. Hay personas que sí se constituyen como recuerdos vivos, y como es el caso, sólo tú te ríes conmigo recordando al fan club ariqueño que en palabras de aquel fantasma no eran más que psicópatas weón, psicópatas. La misma desaparición del holiveira fue una bisagra. La clausura del daicelot habilitó otra forma de asentarse en el reino del fotolog. Supongo que haber abandonado los posteos, haberse puesto tan redundante como la alacalufa con las fotos, haber acicateado los impulsos para escribir lo que fuera, estuviese o no entendible, me convirtieron en una especie de oveja. Oveja barroquejónica, me gusta pensar, pero sé que es sueño. Sé que para ser barroquejónico se necesita demasiado, más de lo que se puede dar. Porque ser barroquejónico es irse a vivir como Barroquejón, convertirse en un hombre-ciénaga, aventarse solo en pos del descubrimiento del castillo donde neva y barrea con la misma intensidad con que los gigantes de piedra hacen retumbar el suelo de la floresta. ¿Has visto esa floresta tú? Es una floresta amarilla, con un revoloteo impajaritable de insectos polinizadores, que sin querer, reparten el dulzor casi insoportable que vuelve voragínica la experiencia de revolcarse en el pasto.

Por las noches para ser barroquejónico hay que irse al desierto que une la Archelandia con Calormen. Hay que volverse shástico. Si uno, siendo barroquejónico por esencia, se vuelve shástico por las noches, descubre que el desierto no es caliente o frío, sino azul nocturno con luna al alcance de la mano. Azul refulgente y estrellático, violado por uno mismo con una nostalgia envenadamente gargántica. Suspirar en esas condiciones equivale al siastole del corazón.

En todo caso, siendo oveja o no, estando atento, viviendo o no, hay cuestiones que aquí se detienen. Hay gente que muere, y muere en vida y hasta en memoria, que es la muerte real. Hay gente que se escapa en arcas noéicas a quizás qué sitio, qué sitio lejano, de algún monte en Canaán o un cerro de palomos, o la pampa donde todos pueden llegar excepto tú, como la Natalia. Hay gente que se va y gente que llega, y yo siempre priorizo a la que se va y no a la que llega, a menos que la que llegue sea destilamiento de la noche en azul nocturno, como la Nacha.

Termina resultando que el mismo hecho de mirar por la espalda, aparte de convertirle a uno en sal, le remueve las entrañas de la memoria con una capacidad asombrosa, y voragínica. Porque una vez comenzada la mirada, una vez que te paras en tu presente y te das vuelta con los brazos abiertos a lo que recuerdas, no hay vuelta atrás. Es cosa de que pase un rato, breve, para que el viaje se vuelva inexorable, imperecedero, y te lleve hasta tu infancia más remota, a tu mente más profunda y autóctona, virginal de tecnologías alienantes o ritmos posmodernos de sentir la angustia. Sólo un rato pequeño para que la catarsis se meta en las arterias y se distribuya por el hígado y los riñones, los pulmones, el esófago, el intestino delgado, el corazón, el cerebro, las manos, el pelo. Un rato enano y estás descubriendo con la punta de los dedos esa visceralidad que buscas en todas las cosas, ese realismo fantástico que exhuma más que vida y más que muerte, esa cuestión que parece negra pero es blanca, luminosa, recalcitrante, esa sustancia inmaterial, trastornadamente viva, motor de tu mismo futuro y lazo que mantiene unido al pasado en un manojo de trigo bien atado.

No es sólo tu memoria sino la colectiva, canciones de la nueva ola alterándote el ritmo cardíaco, campos sin fin de cosechas esperadas, memoria que es tuya y nada más, una construcción de tu mundo armada constantemente del mundo preexistente, una cuestión tan indescriptible y sensacional, sensual de las pupilas, amoroso de la piel, de neuronas re activadas, recuperadas por arte de magia en un extraño, supernatural vínculo de ti hacia algo inmanente, violáceo, entis inmanere de las carreras del tiempo, que embriaga. Algo dulce, herbáceo, primigenio, aromático, vivo, metacuántico, lindo, denso, escandaloso, blasfemo, socarronamente azul, algo que sobrepasa y aturde, que atora, que pule, que penetra, que curte, que se vuelve agua cuando lo tocas y aire cuando lo intentas describir. Y es como si yo mismo no fuera yo, como si yo mismo estuviera varado en un lugar sin frontera o cerco, planicie o campo, como si yo mismo muriera en medio del festival de las sensaciones, del océano abrumante de confusiones y descubrimientos, de futuros o sueños revelados por el pasado insolente, viril, cáustico, enmarañado en negro pantanoso que pese a metamorfosearse pernicioso cuando estás triste, no deja jamás de ser vital.

Texto agregado el 04-09-2006, y leído por 212 visitantes. (0 votos)


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