LA CREACIÓN DEL MUNDO
Llegaron a la isla desierta a plena noche. Se proponían aguardar el amanecer para formular el rito que sería el sello definitivo, y dispusieron las emociones para la espera. La llegada al borde de las dunas fue de regocijo; elevaron los ojos al cielo hermético que no permite el encuentro de las miradas (sólo pueden contemplar el asombro del nocturnal) y escucharon el rumor del mar infinito. Allí parece haber un templo ceremonial donde se ciñen los instintos al tiempo y al movimiento de la alegría y la locura. No ha hollado la arena ninguna planta humana, y en las ciénagas espesas los pocos seres que allí habitan hacen seda de alas y chapoteo de luces que apenas pueden ver por su fugacidad los ojos privilegiados que han llegado a la isla. A mucha distancia un faro señala destinos: parece el anuncio que aproxima el instante unánime y deja en ellos la certidumbre del acto supremo que celebrarán al amanecer.
Quieren soñar y hacer del sueño algo palpable, imponer a todas las prohibiciones una voluntad única, con el apoyo del silencio y la fuerza del ambiente cegado. Apenas necesitan un lugar visible que sirva de asiento al propósito que los ha llevado a la isla. La arena será la arcilla que moldearán con las aguas de todos los cuerpos que reptan por piedras y nubes. Con la arena harán las manos, los ojos, el cabello, la tierna disposición de los huesos. No ha llegado todavía el instante de la creación del mundo; para ellos es el sexto día.
Ni una sola palabra pronuncian, tampoco sus ojos se encuentran en la plenitud nocturna. Ningún astro les permite recoger puños de arena para hacer la argamasa con la que harán nacer la eterna criatura. Permanecerán sentados y observarán como en sueños que mueven el flujo de mil entrañas.: en los arbustos de la playa, en el gorjeo de las aves noctívagas, en la savia de sus cuerpos que ellos mismos ansían en mutuo anhelo. Saben que el cuerpo, sus cuerpos, son la gloria que no admite vergüenza, el hallazgo de la conjunción de la vida y la muerte, la voluptuosidad del universo. Y, por saberlo, han venido a celebrar el rito. Podrían decir o pensar que no están hechos de la piedra con la que artistas construyen templos incorruptibles, que ningún pintor puede representar con precisión mayor la marejada que los arrastra por sueños y deseos y abandonos.
Ellos invocan todos los númenes de la naturaleza, les piden sus ríos y sus rumores en el empeño que los guía. Sobre estas dunas se ha formado con las fluxiones de la tierra una densa capa de algas, y por doquier trozos de madera que alguna vez fue la barca que llevó a algún hombre por el océano. Todo esto es el himno que ahora reclaman. Son ofrendas que ellos hurtarán para soñarlas, pero también para se hagan magma primordial al final de la noche de iniciación. ¡Maravillosa hechura de la imaginación! Más aún que el propósito anunciado por un llamado arterial que emerge de la larga noche, antes de la creación, en el sexto día. Premoniciones que tuvieron en el líquido y el aire.
Construirán un almiar con los humores de la tierra, con sus propios flujos corpóreos; harán la síntesis con todas las esencias: la secreción de la medusa, la fibra de las algas vecinas, la arena sin color. Un amasijo esplendente que acrece el almiar mientras llega el amanecer milagroso, les prodiga sorpresa y temor por el incierto resultado.
Se disipa la noche en la herrumbre del sol. Toman poco a poco forma las figuras en el encuentro final del día anunciado. Observan los visitantes las ruinas que han quedado en el esfuerzo de tallar el impulso. Los restos del tronco de madera son ahora un templo de columnas extendidas hacia el cielo; profusión de columnas como piernas de un adán florentino. El templo los abrigará del frío que trae el menguante del mar y será altar ceremonial para la fantástica hechura que se proponen en el albor del día último. El santuario es apacible pero parece vaticinar la tormenta que fundirá las sustancias reunidas al lado de la roca.
Todo está dispuesto.
Crepita el caracol del mar. Semeja el crujir de navíos abandonados que hicieron temblar el arrecife, y toda la sonoridad se repite en los pliegues de las grutas escondidas, de las piedras enrojecidas por el batir del viento. Grutas misteriosas antes ocultas abren ahora, durante la noche iniciática, sus resonancias y susurros. Agua, magma, humedad dorada ruedan por las dunas y reproducen hasta siempre sustancias nuevas. Las papilas de la espuma saborean y el nido oscuro de las algas se desenreda al contacto del grito del tiempo. Pronto las manos extienden la búsqueda a la arcilla tejida de los humores de la naturaleza, recogida en el ofertorio de la noche y expuesta desde este momento a la plenitud auroral. Amasarán de nuevo las esencias que fueron almiar de sueño y con devoción querrán la criatura forjada en siete días, pensada en siete siglos. Por encima de la playa circunda la campana de un grito que acalla todos los espasmos del mar y todos los estallidos de la luz.
Al término de la ceremonia, y después, mucho después de que volviera a serenarse el espacio, la forma de arcilla comenzó a adquirir color y movimiento. Es tiempo y espacio, tiene los atributos de un ser mitológico, pero sufre y sueña. La trama de su cuerpo posee la fuerza de la columna del templo que los abrigó y se quiebra por igual ante la soledad o el trabajo.
Pero ha nacido y se refugia en la isla de la invención.
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