Impaciencia. Mucho calor. Aquella tarde estaba realmente nerviosa, inquieta y con algún que otro deseo escandaloso rondando por la mente. No era capaz de descifrar el motivo de aquel estado, impaciente por devorar de nuevo tus besos y caricias, salvajemente dispuesta a quemar tu boca y retorcerme entre tus recovecos.
Sola y exaltada. Cómplice y risueña sonrisa. Mirada perdida entre una jugosa imaginación que luchaba por hacerse realidad. Segura de aquella picardía juguetona.
No había tiempo que perder, era preciso ponerse manos a la obra y dirigir los pasos hacia la ducha. Algo tan cotidiano como sentir resbalar agua templada por todo el cuerpo lograba estremecer mi piel, que se erizaba cual esporas atrevidas y serpenteantes. El siguiente paso era elegir bien la ropa, tendría que ser lo suficientemente atrevida como para paralizar en un solo vistazo, pero sin dejar de lado la sutileza y elegancia de la provocación comedida. Eso sí, debajo era preciso dejar paso a la total desnudez.
Lista la fragancia para la ocasión. Cuerpo hidratado y sedoso. Cuidado hasta el más mínimo detalle. Y, sobre todo, ese karma alborotado que requería el momento.
Envuelta en un goloso vestido negro y siguiendo un ritmo rápido me dirigí a buscar tu aliento, mientras el contoneo de mis caderas delataba mis ansias por verte. Podía apreciar tu figura a lo lejos y mi sonrisa crecía por instantes. Todas las constantes vitales disparadas y mi morbosidad comenzaba a maquinar a sus anchas, sin apenas darme cuenta de ello (cosa que tampoco me importaba).
Nada más llegar, ese abrazo caluroso; justo aquel que permite apreciar esa fragancia a perfume que tanto me gusta, y la suavidad de tu rostro con ese toque de frescura. Luego ese beso contenido, que tímidamente se abre paso entre ambas bocas, dejando escapar el músculo laberíntico que todo lo envuelve. En menos de un minuto ya eras consciente de la falta de costuras sobre mi piel, lo que hizo instantáneamente que tus nervios se encresparan y mi inquietud se disparase vertiginosamente.
Era turno de la típica conversación absurda, aquella que gira en torno a decidir donde ir, y donde aparecen ideas un tanto desviadas para no decir de sopetón las ganas de estar solos, aislados del mundo y enredarnos a la noche, que nos guiña su tan buscada oscuridad.
Comenzamos a andar, comiéndonos en cada calle, dejando escapar muestras de acercamiento, signos de deseo y risas de excitación. Justo en aquellos momentos cruzamos un parque aparentemente solitario, con frondosos árboles y algún que otro banco perdido. Nos miramos y echamos a correr… era importante elegir el más discreto. Una vez sentados se desataron por completo nuestras manos, los besos eran largos y fundidos entre leves suspiros lanzados al calor de aquel instante. El resto del planeta podía paralizarse en aquellos momentos, pero nosotros no podíamos detenernos, ajenos a todo, olvidándonos hasta de nosotros mismos, escurriendo cada segundo y buscando la posición justa para gritar nuestros silencios. Unidos a un balanceo rítmico capaz de derretir y escandalizar a cualquier posible espectador, una magia capaz de acallar hasta al más atrevido y cantor grillo de la zona. El torbellino llegó a su máximo esplendor y rompió en mil sensaciones la escasa brisa que envolvía ambos cuerpos. Todo volvió a su sitio, excepto nuestras miradas, que seguían clavadas cual puñales y nuestras sonrisas, justo en la misma posición y anunciando indicios de nuevas tormentas…
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