Estaba ahí; sentado al margen del amor y de espaldas a la vida. Estaba ahí; deshojando pétalos de flores amarillas y buscando con su mente rabos de nubes y aguaceros en venganza. Estaba ahí; mientras lloraba, y por cada lágrima que se deslizaba por su mejilla, se sumaban otras dos, que arrastraban a su paso penas y nostalgias insolubles en los recuerdos de un ayer cada vez más lejano. Estaba ahí; y por cada pétalo que arrojaba al abismo, un beso y un adiós lo acompañaban para posarse delicadamente detrás de su esperanza, la cual se escondía en medio de su ombligo...
Toda su vida había querido ser algo más que una mota de polvo, algo más que una pelusa que el viento toma y arroja con indiferencia a la esquina oscura de la soledad. Siempre deseó ser un hombre, es decir, alguien capaz de sentir y experimentar, de reír y jugar, de soñar y cantar. Y es que los hombres son amantes y futuro; las motas son cama para los amantes y simple sudor de futuro. Los hombres trazan caminos, las motas los siguen; los hombres sueñan, las motas apenas si bostezan; las motas besan las huellas de las tierras conquistadas por los hombres; las motas intentan ser libres como los hombres, pero en su intento se esclavizan; los hombres apartan con la mano a las motas que vuelan a su alrededor suplicando algo de atención. Los hombres aman, las motas envidian no poder entregarse a otra alma.
Intentó de mil formas llegar a ser como los hombres. Una vez, decidió sólo hablar en cúbitos de ecuaciones, fumar habanos, tomar tragos importados, manejar autos rojos, parar el dedo meñique a la hora de tomar el té. Pero siguió siendo una mota de polvo, de esas que el viento se lleva y el tiempo olvida. Entonces optó por levantar su brazo en protesta, defender los derechos de las motas; hablar de igualdades y segregaciones, de justicia y lucha, de paz pero condicionada a sus términos, de rebelión. Pero se había diluido tanto en su discurso que nunca supo si en algún momento llegó a ser alguien, o si fue simplemente una mota que una vez quiso opinar. Buscó entonces hablar con los dioses, pedirles que le concedieran la oportunidad de ser un hombre, el don de amar; pero los dioses no hablan con motas y aunque tocó y tocó, jamás le abrieron la puerta. Decidió, algo desanimado, pararse en medio de una plaza y aprender los movimientos de los hombres, oír lo que hablaban, fijarse como se comportaban, repetir lo que ellos pensaban; pero habían tantos hombres y todos tan distintos que terminó confundido y algo mareado. Supo entonces que jamás sería como uno de ellos, y se marchó lejos, a sentarse al margen del amor y a espaldas de la vida.
Estaba ahí; sentado al margen del amor y de espaldas a la vida. Estaba ahí; deshojando pétalos de flores amarillas y buscando con su mente rabos de nubes y aguaceros en venganza. Estaba ahí; mientras lloraba, y por cada lágrima que se deslizaba por su mejilla, se sumaban otras dos. Estaba ahí; con su esperanza escondida en medio del ombligo. Estaba ahí, quieto, inmóvil, llorando como mota de polvo. Estaba ahí; mientras abajo nadaba el mar (el mar es el lugar a donde acuden las motas de polvo a suicidarse). Estaba ahí; cuando contempló a un par de delfines amándose en la lejanía del horizonte, a una langosta coqueteando con una ola, a un pulpo riendo junto a una ostra. Vio peces nadando en familia, estrellas de mar jugando a ser cielo, hipocampos corriendo a través de praderas marinas. Estaba ahí; y su espíritu vibró al sentir el canto de una ballena, la danza de un tiburón, el perfume del coral. Observó la perfecta armonía de los mares y sintió la magia de una mano creadora que dirigía aquella sinfonía. No tenían que decirse nada los peces para encontrar su alma gemela, los arrecifes en sublime sincronización se amaban a la luz de una luna; las sirenas cantaban para quien quisiera escucharlas y todo el mar se encerraba en una concha para deleitar a una niña.
Por primera vez amó. Amó la naturaleza, su movimiento, la conjugación del mar con la tierra, su armonía. Lloró, pero sus lagrimas no mostraban ya tristeza; sino una alegría indescriptible de sentirse vivo y parte de un todo. Inexplicablemente, no sentía envidia de los hombres; y por primera vez levantó la cabeza, para descubrirse en otro mundo, que siempre había pisado, pero nunca había visto.
Fue así que mirando el firmamento contempló una estrella, entre las millones de estrellas que habían, que le guiñaba un ojo y le sonreía. Se enamoró de ella. Y en el reflejo que producía la luna sobre el mar, se encontró convertido en hombre; vio a su alrededor, ya no habían casi hombres, la mayoría se habían transformado en motas de polvo.
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