Él sabía que ella vendría. Desde muy temprano en la mañana, prácticamente desde el amanecer, él se había preparado para encontrarla. Peinó sus rubios rizos, alistó su cálida sonrisa, su mirada penetrante y ese “toque” de iluminación que le imprimía a todo lo que hacía. Desde que salió, llevaba fija en su mente la idea de abrazarla y cobijarla de besos; contemplar su aroma, sentir su aliento, escucharla reír, descansar en su ombligo. Decirle cuanto la amaba; explicarle que su vida no sería más que un ciclo, si ella no estuviera; que se había transformado poco a poco en su complemento, su mitad, su eje, su todo. Deseaba preguntarle si creía en almas gemelas, y que si aceptaría cruzar el universo junto a él, desnudos y cogidos de la mano. En fin, demostrarle, que él ante ella, se derretía a sus pies.
Varías horas habían pasado ya desde el amanecer y ella no llegaba; tan solo algunas huellas de su rastro le permitían saber el rumbo de su amada. Cerca del medio día se detuvo por unos segundos en el punto más alto, pues su corazón presentía que desde ahí sería más fácil observarla. Supo, entonces, que se dirigía al oeste. Decidió seguirla.
Atardeció, y sus ojos se llenaron de lágrimas cuando supo que otra noche había llegado; que otro intento de amarla se esfumaba. Él, a lo lejos, se sumergía en un mar de recuerdos...
Ella sabía que él vendría. No bien caía la noche, ella cepillaba sus plateados cabellos, alistaba su mirada coqueta y ese “toque” de magnetismo que le imprimía a todo lo que hacía. Desde que salía, llevaba fija en su mente la idea de abrazarlo y cobijarlo de besos; contemplar su aroma, sentir su calidez, verlo jugar, descansar en su pecho. Decirle cuanto lo amaba; explicarle que su vida no sería más que un ciclo, un ir y venir de mareas; que él se había transformado poco a poco en su complemento, su mitad, su eje, su todo. Deseaba preguntarle si él aceptaría dejar de ser el centro de todo, para atreverse a cruzar el universo junto a ella, desnudos y cogidos de la mano. En fin, demostrarle, que ella giraba a su alrededor.
Varías horas habían desde la llegada de la noche, mas él no aparecía; tan solo algunas huellas de su rastro le permitían saber el rumbo de su amado. Su sexto sentido le dijo que él se dirigía al oeste. Decidió seguirlo.
Amaneció, y sus ojos se llenaron de lágrimas cuando supo que otro día había llegado; que otro intento de amarlo se esfumaba. Ella, a lo lejos, se sumergía en un mar de recuerdos...
Y así hubiera seguido esta historia de amor entre el sol y la luna, si no fuera por Dios, quien un día de primavera, y contagiado de la pasión que desbordaba el universo, decidió juntar a los amantes.
En ese instante los hombres vieron, por primera vez, un eclipse.
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