Me desperté con sueño. Quería dormir más pero no podía. Sabía que no podía. Mis obligaciones premiaban.
Ni siquiera podía apurar unos breves segundos metido entre las sábanas.
Era el tercer y último aviso del despertador. Sabía lo que eso significaba.
Salté de la cama, me dirigí al baño a asearme y me vestí. Me alegré de haber dedicado ayer un rato a prepararme la ropa para hoy. De esta manera no perdía tiempo divagando en el armario.
Mientras ordenaba la habitación, puse a calentar el café y unas tostadas.
Cuando sonó el timbre que me indicaba que las tostadas estaban listas, salí corriendo a desayunar. Mis tostadas con mermelada de fresa, por supuesto.
Encendí la televisión, me gusta desayunar viendo las noticias, me pone al corriente de las últimas, o de las primeras según se mire, noticias del día y me hace compañía. Nunca me ha gustado comer solo; o por lo menos no en silencio. Es tan angustioso.
Terminé la última tostada y me dirigí a apagar la tele, parecía que no había pasado nada irrelevante en el mundo.
Entonces la periodista pidió atención ante la noticia de la situación actual en Madrid. Era imposible dirigirse a ninguna parte. Los transportes públicos estaban paralizados. Había sorprendido a la ciudad con una huelga y toma de las calles. Trenes de cercanías, líneas de autobuses, metros, taxis… todos se habían puesto de acuerdo para no funcionar sin previo aviso. No sólo no funcionaban sino que habían colapsado las calles y carreteras con los vehículos de tal manera que era imposible coger el vehículo propio para ir a ninguna parte.
Apagué el televisor, decidí coger mi coche para ir al trabajo hoy, estaba claro que el metro estaba en huelga.
Bajé al garaje a coger mi coche. Tenía que intentar llegar al trabajo aunque fuera por mis propios medios. Fue inútil. No conseguí avanzar ni al final de mi calle.
Ante la imposibilidad de ir a ninguna parte, decidí volver, pero ni siquiera podía dar la vuelta y dirigirme de nuevo hasta mi casa.
Permanecí un par de horas sentado frente al volante de mi coche sin conseguir avanzar ni retroceder ni un solo paso.
La gente había abandonado los coches en medio de la calle, donde había podido. Así que decidí salir del coche y abandonarlo en plena calle.
Cuando llegué a casa llamé por teléfono a mi oficina, nadie respondió. Seguramente nadie habría conseguido llegar. El asunto parecía peor de lo que creí en la tele.
Llamé al jefe a su número privado y me explicó que no hacía falta que le llamara, nadie iba a acudir. Era imposible atravesar Madrid. Mañana será otro día, me contestó. Me colgó.
Me relajé. Tenía un día libre, el primero en tres años que llevaba trabajando en esa empresa. Lo que más me dolía era que con el sueño que tenía esta mañana, me había levantado para nada.
Supongo que debería estar cuando menos alarmado con el caos de Madrid, sin embargo yo disponía de un día (de momento) libre.
Respiré hondo. Me sentía feliz por tener un día para mí, para hacer lo que me diera la gana.
No obstante, no tenía con quién compartir mis momentos libres. Cuando acepté este trabajo, era mi oportunidad, mi sueño… llevaba tanto tiempo esperando algo así que no lo dudé. Tuve que dejar todas mis amistades, familiares… todo, lo dejé todo.
Por un momento me entristecí. Llevaba tres años aquí y no había hecho ninguna amistad. Nadie con quien poder ir al cine, a algún concierto o exposición, dar un paseo, tomar café…. Algo de lo que hoy me apetecía hacer. Pero no tenía con quien.
Hacía un día estupendo, uno de esos días de principios de Abril que sale soleado. Era una verdadera lástima quedarse en casa por no tener con quien compartir unas horas.
Decidí salir solo. No había caminado ni veinte minutos cuando divisé en la otra cera a Beatriz, una compañera de trabajo.
Beatriz llevaba cinco meses trabajando en la misma empresa que yo. Pero nunca habíamos intercambiado más de dos palabras seguidas. En la oficina tenía fama de bicho raro. Siempre llevaba consigo una caja de madera, no se desprendía de ella ni cuando iba al baño. Siempre que la veías iba cargada con la caja para un lado y para el otro.
Alguna vez me la había cruzado por la calle y siempre iba con la caja. La verdad es que era muy intrigante. En la oficina había quien especulaba con el contenido de la caja.
Efectivamente, de nuevo la llevaba consigo. De alguna manera era misterioso, nunca dejaba esa caja, ¿qué significado tendría? Estaba claro que algo en común teníamos. Estábamos solos el día libre.
Ella, por tener fama de rara, no hablaba con nadie de la oficina. Y yo, por estar siempre tan ocupado con el trabajo, no había dedicado ni un minuto a relacionarme con mis compañeros más allá del terreno profesional. En el trabajo yo tenía fama de conversador y buen compañero, todos me tenían aprecio. Pero jamás llegué a quedar con nadie fuera de la oficina. En eso no nos parecíamos Beatriz y yo, ella no hablaba con nadie en la oficina. Había quien la tomaba por loca: ahí va la loca de la caja solían bromear.
El semáforo se puso verde. Beatriz se iba acercando a mí. Yo, por alguna extraña razón, la esperé sin cruzar la calle. Pero más me sorprendí cuando le dije: Buenos días Beatriz.
Esta se detuvo, me miró y esbozó una sonrisa.
Buenos días, Andrés. Me contestó. Y la comisura de sus labios se agrandó. Por un momento, vi luz en aquellos ojos tristes. La invité a tomar algo para mi sorpresa. Aceptó.
Estuvimos un par de horas conversando como nunca hubiera podido imaginar. Beatriz era una chica muy dulce. Tímida y retraída pero muy dulce.
Me comentó que cuando me vio se dirigía a una exposición de Monet. Que casualidad yo adoraba el impresionismo. Y no tenía ni idea de que hubiera una exposición de Monet. Decidí acompañarla.
Ella no se separó de la caja ni un momento. Me moría de curiosidad por preguntarle qué contenía esa caja y por qué la llevaba de un lado para otro como si fuera parte de ella.
La semana que viene traen una exposición de Degas, si te apetece venir. Me comentó tímidamente mientras yo contemplaba la fea caja de madera. Sí claro, le contesté. Y salimos de nuevo a la calle.
Nos despedimos.
Me quedé pensando unos breves segundos.
¡Beatriz! Le grité girándome hacia ella. Esta se volvió.
¿Por qué no comemos juntos y luego vamos al cine? Le grité. Beatriz sonrió nuevamente y asintió con la cabeza mientras apretaba contra sí la caja.
Estaba claro que los dos estábamos solos y teníamos ganas de aprovechar el día. Lo curioso era que nos atraían las mismas actividades. No tuvimos ningún problema en ponernos de acuerdo con la película. Mientras tomábamos un café observamos la cartelera y elegimos la misma. Era impensable que Beatriz y yo tuviéramos tanto en común. Ambos habíamos elegido ver una película en versión original subtitulada. Hacía tiempo que no acudía al cine.
El día estaba transcurriendo mejor de lo que imaginé. Al término de la película nos dirigimos a tomar algo a una cervecería.
Allí le pregunté por la caja. Ella bajó la mirada y se entristeció. Pero se decidió a contarme:
En esta caja guardo lo más valioso de mi vida.
Me quedé embarazada con veinte años. Tuve que trabajar muy duro para sacar adelante a mi hija yo sola. Cuando las cosas empezaban a irme mejor, tenía un trabajo y me había podido comprar un piso para las dos, la vida me dio un golpe muy duro.
Estaba trabajando en la cocina de un bar, cuando mi hija que entonces tenía nueve años me llamó por teléfono y muy nerviosa me dijo: mama, ven, que se está quemando la casa.
Oí sus llantos mientras me lo contaba. En un segundo oí un golpe, intuí que el techo o algo se había caído, yo gritaba a mi hija pero la línea se había cortado tras oír su chillo. Salí aterrorizada. Sólo veía la imagen de mi hija atrapada bajo el fuego.
Dejé la plancha del bar funcionando y salí gritando que se me quemaba la casa, que me iba. Sólo pensaba en mi hija. Ni me quité el gorro de la cocina, ni siquiera me puse zapatos. Eché a correr y al salir por la puerta me caí en plancha. Decidí dejar allí los zuecos y me fui corriendo descalza.
Cuando llegué a mi casa, estaban los bomberos, la ambulancia, la policía, habían desalojado a los vecinos y cientos de curiosos observando. Yo buscaba a mi hija, ni rastro de ella. Los bomberos no me dejaban subir a buscarla. Estaban controlando el fuego. Desde el patio, podía ver como salía el humo negro por las ventanas, ahora sin cristales, de mi casa.
No podía más, llevaba cinco minutos ya esperando a que apareciera mi hija, cuando el jefe de la brigada de bomberos se acercó a mí y me dijo que el fuego estaba extinguido.
¿Y mi hija? Le pregunté. Bajó la cabeza, lo siento, me contestó. Hemos llegado tarde.
En ese momento me desgarraron el alma. Me acompañaron con una linterna a que viera cómo se encontraba el piso. No podía tocar nada hasta que el perito diera su consentimiento. El piso estaba destrozado, todo negro, quemado, los muebles, las ropas, las fotografías, recuerdos, todo perdido.
Era la una de la mañana de un miércoles de finales de Agosto cuando me encontraba tirada en la calle sin casa, sin ropa, sin nada más que lo puesto…
Y lo peor de todo: sin mi hija. A ella también la había perdido.
Se había reducido a cenizas. Cuando me llamó por teléfono para avisarme, el calor que hacía en el salón por el fuego, regaló la escayola del techo y le cayó encima. Cortó el cable telefónico y la dejó atrapada entre la pared y el mueble.
No se pudo salvar. Aquella noche la recuerdo como la peor de mi vida. Pasaron unos días hasta que pude entrar a lo que quedó de mi casa para ver qué se podía salvar. Encontré unas fotos de ella y algunas pertenencias que llevo siempre conmigo en esta caja. La razón por la que nunca la dejo es para evitar perder lo único que me queda ya de mi pequeña. Si hubiera de nuevo un incendio podría salvarlo. Quizá sea una tontería pero han pasado ya casi tres años desde que la perdí y ni un solo día he dejado que nada ni nadie me aparte de esta caja. Me une a mi niña.
Su historia me dejó conmocionado, qué valor para salir adelante y enfrentarse al mundo nuevamente.
Desde ese instante, definitivamente mi actitud y mi impresión hacia Beatriz cambio totalmente. Me alegré de habérmela encontrado hoy, de haber hablado con ella y que me abriera su corazón. Me alegré de que Madrid hubiera hecho una huelga para darme la oportunidad de conocer a Beatriz. De lo contrario, la hubiéramos seguido juzgando en la oficina como la loca de la caja.
¡Qué injusto!
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