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Uno.
El ajetreo era intenso esa mañana en la estación. La gente que caminaba hacia ella se confundía con la que llegaba al muelle para comprar el pescado de los botes que calaban en la bahía.
A principios del 1900 el puerto de Antofagasta era el centro de las transacciones del extremo norte de Chile, principalmente de la minería del salitre y del cobre; de allí que los trenes llegaran cargados de sureños con ansias de trabajar, trayendo consigo todo, desde los muebles hasta los animales del corral. Las parrilas de los vagones llegaban repletas de catres; colchones; sillas, y todo tipo de bultos y recuerdos de vidas pasadas. Las carretelas tiradas por mulas que movían los equipajes le daban la pausa al trajín que precedía la entrada o la salida de algún convoy, mientras que las gaviotas y los albatros le imponían el ruido ambiente al luminoso escenario. El sol era sol, nada de nublados parciales; sus rayos se colaban por todos lados hasta alcanzar cada pedazo diminuto de tierra o terrón de arena caliza de la inmensa superficie del desierto de Atacama. Lo mismo ocurría con cada recoveco de la línea marina del océano pacífico que se abría majestuosa frente a la estación.
Cuando don Vicente entró al andén el polvo como una feroz cachetada se metió en sus pulmones provocándole un ataque de tos; por eso de inmediato tuvo que dejar en el piso las enormes maletas para tomar aire. Al igual que la mayoría iba vestido elegantemente con su traje de lino, camisa de algodón, corbata estampada, caminaba sobre zapatos fulgurantes por el brillo de la grasa de animal y su testa iba engominada y cubierta por un sombrero de ala ancha. Su destino era el puerto de Iquique, iba al casamiento de su hija María Estela.
Dos.
Cuando el tren arribó a la oficina salitrera de Baquedano la noche hacía su anuncio mediante el incipiente titilar de un manto de estrellas que alcanzaba a cubrir todo el desierto. Por entre el pasillo del vagón el intenso olor a carburo de las lámparas se fundía con el aroma del mate de las veteranas. El frío del atardecer era paleado con enormes mantas de lana y con el ardor de los pequeños braseros a carbón instalados en ambos extremos del vagón. Hasta ese momento la travesía se había desarrollado entre tortas del blanco mineral, cachullos y salitreras abandonadas al olvido cuando el precio del oro blanco se vino al suelo. A esa hora el viento polvoriento del ocaso se oía como el bramar de poderosos soplidos. Entre los cerros y la pampa de tamarugos de vez en cuando se alzaban los imponentes remolinos tan larguiruchos como la cola del mismísimo diablo.
En todo lo que iba del viaje el traqueteo persistente del tren le había impedido usar bien la pluma para escribir sobre la tarjeta de matrimonio. Era más lo que había llorado por los recuerdos de su nena cuando niña que lo que había alcanzado a escribir sobre la superficie de cartón satinado. Tras la muerte de su mujer se había puesto llorón, sentimental como solían llamarlo sus otros hijos. Desde hacía un buen tiempo ya que la soledad era su única compañía y que los racontos colmaban sus pensamientos día y noche. En aquel momento de su vida los recuerdos de María Estela su hija, lo inundaban como una lluvia de leonidas. Ignoraba el día en que el destino se la arrebató y la puso lejos de él. Ahora ella era una mujer y por más que en aquel momento intentó agarrarse de algún jirón del pasado, no pudo recordar cuando la niña dejó de ser su muñequita de porcelana china y pasó a convertirse en un recuerdo lejano, ajado y distante.
Tres.
Entrada la noche y aburrido por el fauno ronquido de los otros pasajeros que le impedían dormir se levantó de su asiento y se abrió paso por los vagones hasta llegar a la parte posterior del último de ellos. Sobre su cabeza el manto de estrellas se abría majestuoso mientras la luna llena se mostraba altanera alumbrando los cerros y la pampa como un farol a parafina. Apoyado sobre la baranda del vagón don Vicente no demoró en encender un cigarrillo; abajo suyo el rechinar de los fierros lo ensordecieron. Como pudo se sentó y dejó colgando sus pies a sólo centímetros de la vía férrea, uno tras otro los durmientes corrían raudos sobre sus pies mientras los recuerdos de su hija comenzaban nuevamente a llenar su cabeza.
Recordó a su niña vestida de tul con zapatos rojos de charol y pelo encintado hasta la ceñida cintura, firmemente aferrada a su enorme mano mientras caminaban por la alameda entre las piletas y las bancas forjadas a punta de fierro. Era su costumbre llevar a la niña todas las mañanas de domingo a ver al organillero tocar mientras la llenaba de golosinas. En aquellos años ella era sus ojos, su mayor tesoro después de su mujer, fuente de la más enorme ternura que no hacía otra cosa que endulzar sus días empolvados y asoleados de pirquinero. Los ojos se le llenaron de lágrimas cuando la recordó dando su primer paso con su carita rebosante de alegría allegándose a sus brazos abiertos que la esperaban ansiosos al otro extremo de la habitación. Metido en la noche telúrica del desierto más árido del planeta don Vicente recordó emocionado cuando con María Estela y su madre concurrían llenos de júbilo a la matiné del único teatro existente en kilómetros a la redonda ubicado en la oficina salitrera de Humberston cercana al puerto de Iquique. Conforme los pesares transcurrían uno tras otro en la pampa del tamarugal, la niña fue creciendo al ritmo pausado de la vida en las calicheras
Cuando su enorme cigarro de tabaco negro estaba próximo a extinguirse el intenso frío de la noche lo sacó bruscamente de los recuerdos que lo asolaban. La camanchaca ya empezaba a subir por entre medio de la cordillera de la costa, en el horizonte las luces mortecinas comenzaban a aclarar. Con dificultad volvió a entrar al vagón en busca de un mate caliente que aquietara su alma apesadumbrada y estremecida por el frío.
Cuatro.
Cuando el convoy abandonó la estación de Tal Tal temprano aquella mañana el sol ya lo inundaba todo. Mientras más se acercaba a su destino final en el Puerto de Iquique, su nerviosismo iba en aumento. Con religioso actuar aprovechó el alto para afeitarse con navaja y volver a peinar su cabello, no sin antes cambiar su camisa y poner las mancuernas en sus mangas.
Imaginar a su hija después de tanto tiempo transcurrido era una verdadera odisea. Por más que se esforzaba en proyectar una imagen de mujer sólo conseguía dar con su carita de niñita que llevaba tatuada en su conciencia. La tensión iba en aumento conforme el tren se adentraba en el último tramo del viaje.
El desayuno había sido con huevos duros y pan amasado, gentilmente una veterana se le había acercado para ofrecerle un pote de greda lleno de caldo de gallina hirviendo. Inexplicablemente una clavada en el pecho se le había instalado desde muy temprano en la mañana, pensó que debía tratarse de las ansias y el nerviosismo de volver a ver a María Estela después de tantos años. El viaje le había provocado una tremenda hinchazón a sus pies al punto que tuvo que recurrir a la gentileza de un paisano de los primeros vagones para meterlos en agua con sal en un enorme recipiente de aluminio. Extrañamente el paisaje que rodeaba al tren se había tornado borroso y sepia como las fotos que acostumbraba llevar metidas en su álbum de fotografía. De pronto todo se tornó borroso y difuso como en un sueño.
Cinco
Cuando aquel día las enfermeras lo salieron a buscar para que viniera a almorzar lo encontraron en el fondo del tupido patio sentado al borde de la acequia con los pies hundidos en el agua, otra vez con los ojos idos, y en el más absoluto silencio. Su bastón estaba enterrado en la húmeda tierra y de él colgaban sus calcetines todavía secos. Don Vicente era un huésped antiguo del asilo, llevaba años en él, tanto como la bandada de loros que habitaba en el patio. Al principio era visitado por sus hijos, luego quedó solo su hija María Estela; finalmente nadie más vino a verlo.
Al anciano le encantaba adentrarse en el jardín y sentarse debajo de los árboles por horas y horas. Siempre llevaba consigo un viejo álbum de fotografías forrado en cuero que no paraba de mirar cada vez que lo abría. Su demencia senil de más de un siglo servía para justificar su eudemonismo, hablaba poco y siempre iba como absorto, como habitando otros espacios ajenos al de su humanidad, como metido en un viaje sideral. Fue precisamente allí donde las enfermeras se vinieron a enterar de su muerte dos días después. Desde aquel día en que lo sorprendieron ensimismado debajo de las higueras su salud cayó como en un precipicio hasta que finalmente su respiración se extinguió en medio del canto de los pájaros y el silbido del viento otoñal. Nadie lo vino a reclamar.
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Texto agregado el 19-01-2004, y leído por 1293
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Lectores Opinan |
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09-09-2005 |
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Impresionante. Mis felicitaciones. nerfy |
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09-02-2004 |
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Me sorprende que todavía halla gente que esté escribiendo al estilo del neocriollismo. La descripción es pastosa, lenta, y tremendamente aburrida. Los pocos adherezos de pooesía que hay por aquí y por allí quizás me mantuvieron en la lectura pero no pude soportar tan anguilozado estilo. Si ya José Donoso en la década del sesenta (cuando creto que nació el autor) deleznaba a los autores contumbristas. Ya mucha agua sobre el río se ha desbordado. Escribir correctamente el castellno no significa articular cuentos. Qué manera de desconocer la literatura moderna. uribevanguardia |
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31-01-2004 |
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Excelente cuento, porque al final da el giro que se espera que exista en este tipo de literatura. Los racontos siempre son más tristes que los flashback, porque, tal como le ocurre al personaje, uno se pierde en ellos y la realidad queda suspendida extrañamente. Construiste muy bien esta atmósfera de pasado, armaste bien la escenografía y cumpliste con situar la narración en un contexto, en un ambiente específico. El personaje se adivina entre todo lo que narras que le ocurre y eso lo convierte en un protagonista digno de la historia. Nada de más ni de menos, en su punto. No me parece largo, me parece exacto. blanquita |
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23-01-2004 |
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Maestro: Que narracion tan profunda, todas mis estrellas... cada vez lo haces mejor. Me quito el sombrero. ElTigre |
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21-01-2004 |
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POr dios, Cao, ya te lo dije una tarde caminando por no sé qué calle de Santiago; escribes cada día mejor. Todo el entorno, todo el mundo metido en un vagón, toda la tristeza y el abandono resumidos en un anciano que sueña bajo las estrellas y recuerda incansable lo que se fue. El giro que toma el relato sobrecoge, dan ganas de llorar a gritos, de revelarse ante tanta tristeza.Supiste decir que ante el abandono es mejor la muerte de este protagonista que avanza por la vida sin caricias, pero lleno de recuerdos y hasta cierta esperanza que sólo el lector sabe que no existe. Mis estrellas, amigo querido. Tu relato es espectacular. FaTaMoRgAnA |
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