La dulzura como incondicional aire penetraba los poros de mi ser. Las inquietantes lenguas de tu fuego inmortalizaban mis venas, las secaban y dilataban. Todo en mi forma cambiaba, con el roce de tu esencia. Era eso o nada, y la nada ya no estaba presente. Era huirte o encontrarte, era formarme o desvanecerme.
Partir hacia tu forma era el único hacer que concebía. Partir y no volver, ir de la nada hacia todo lo posible, inimaginable, intensamente prometedor. Cargar mi cuerpo con tus imágenes y hallarte lejos, a la vuelta de mi mundo. Eran metros eternos, era patear el aire, cortarlo, hacerlo sangrar y esperar concluir el paso hacia vos. Arrastrar el peso de una humanidad cargada de fantasmas esféricos, lisos y gruesos. Eran solo metros eternos.
Estabas ahí con tu luz mostrándome infinitas entradas, pero ninguna salida. Inmutable como la más hambrienta de las cobras, enroscada en el calor de tu sexo, en el germinante espacio de tu sangre. Viva, solo viva y yo, a eternos y escasos metros de vos.
El aire viciado de espeso sudor tibio y vital, rodeaba la habitación, y yo a centímetros de tus pies, eternos centímetros. Y la lupa, mis ojos, detallaban tu piel. El imán, mis dedos, tendía hacia tu cuerpo. Era todo o nada, era morir y renacer o era solo morir. Era dejar al espacio inmenso e incontrolado, y al tiempo perpetuo e insatisfecho, o fugar mi ser hacia el tuyo, amalgamarlo en tu forma. Era perpetuar por un instante el momento de la dualidad hecha esencia de una sola cosa. Era solo el perdurable instante del instinto más rebelde, el instante de vaciar la mente y llenar el alma.
Y mis manos tocaron tu rostro, y tu rostro toco mis dedos, y mis dedos y tu rostro, solo eso. Cinco dedos que bajaban hacia tu cuello, cinco dedos que no paraban de deslizarse, de inquietar, de temblar. Cinco dedos que se convertían en una mano, en un brazo, en metros de piel, en todo, era todo eso en vos. Era yo, eras vos.
|