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Odio los ciclos, que hacen que mi andar sea como el viento. Que transforma mi voz, y el latir de mi pecho. Odio las crisis de ser y no ser. Agrandan mis dudas. Los ciclos te llevan y te traen.
Me levanté una mañana en plena oscuridad. Miré a los costados, y solo vi tierra. Acaricié las paredes con mis manos y sentí acuosa y tibia la humedad. Pisé fuerte el suelo rocoso y caminé en círculos, despacio. Di saltos y grité fuerte. Respiré hondo y decidí resignarme. No había mucho para hacer, era evidente: estaba en un pozo.

Me senté en un rincón y esperé que la noche me hiciera soñar otra vez. La esperé tranquilo, resignado. Me miré las manos, froté mis pies y estiré mis piernas. Me recosté en el suelo y, sin darme cuenta, llegó la oscuridad total. Se hizo presente, la noche.

Abrí los ojos otra vez y sentí calor. Caminé en círculos, pero en esa nueva ocasión no di saltos. Entonces me arrodillé en el suelo y acaricié la tierra con mis dedos. Las paredes ardían y la tierra estaba blanda, pegajosa. Se despertó dentro de mí, un zumbido monótono y molesto. Me di cuenta entonces, como algo frágil que se descubre sin tener noción exacta, que ese lugar no me gustaba. Fue en ese momento que miré hacia arriba. No había techo, como en todo pozo. Pero me sentí cansado; esperé la noche y dormí sin sueño.

Amanecí prematuramente en ese espacio de velas cortas y encendí mi cuerpo. Le di cuerda a mis pies y miré el cielo azul de porcelana. Respiré hondo y decidí intentarlo. Salir era posible.

Con decisión extraña pero fiel, trepé despacio, pie con pie, mano con mano. Pero con gran angustia noté que algo había en mí, algo pesaba demasiado y caí al piso. Entonces me quité la mochila, cargada de vidas del pozo, y sin nada de peso comencé otro intento. Trepé de prisa, me sentí ligero. Con mi cuerpo pegado a las paredes rocosas, me ardían las rodillas y, sin embargo, nuevamente pie con pie, mano con mano, junté fuerzas y salí del agujero. Respiré hondo y lloré sin consuelo. No había nada ahí arriba.

Caminé en círculos por la cornisa de ese hueco horrible y nefasto. Me miré las manos, froté mis ojos. Hice círculos cada vez más abiertos, me alejé. Llegó la noche y me acosté junto a un árbol. Por primera vez oía el cantar de los grillos, el zumbido del viento en la copa de los árboles. Me detuve, sin noción del tiempo, a percibir el croar de sapos y el volar de insectos. Emocionado cerré los ojos. Esa noche dormí con sueño.

Me encontró el sol, otra mañana, ardiendo en mis pupilas. Levanté mis brazos, torcí mi espalda y froté mis ojos. Como quien nace a la vida, me paré de un brinco y caminé en círculos por el árbol. Acaricié su tronco, sentí su savia. Respiré hondo y me di cuenta: ésta no era mi vida, nada tenía que ver conmigo. Entonces decidí alejarme.

Caminé zigzagueando, esquivando los árboles del bosque de los abismos. Noté, sorprendido, que cada pozo tenía su árbol. Y vi muchos árboles ese día. Decidí entonces acostarme a la intemperie. Me recosté en el suelo y, por vez primera, miré el cielo de noche. Vi sus estrellas y su luna. Sentí su paz y su locura. Lleno de gozo dejé que su luz bañara mis ojos. Fue entonces que sentí mi nuevo mundo. Cerré mis ojos y soñé despierto.

Al día siguiente me encontraba cansado por haber disfrutado de toda esa noche y sus estrellas. Caminé poco y a paso lento. Acomodé mis ropas y lavé mis manos en un río de montaña. En la ladera del monte corría el viento otoñal. Sentí al sol irse detrás de los montes empinados. Miré la cima. Respiré hondo y le hablé al eco. Mi mente había olvidado las noches en aquel pozo del bosque de los abismos.

Me desperté acostado en un pastizal frágil y apoyé mis manos en su fresco cuerpo. Me arreglé el pelo, me vi reflejado en el río cristalino. Tomé agua con mis manos, me mojé la cara y, como pocas veces, sentí frío. Me senté en la orilla, escuché el andar del agua, el trotar de las piedras en el fondo. Se oscureció el cielo, y me alejé del río unos pasos. Me senté en una roca, miré al cielo. Y de repente, como el fenómeno más hermoso, una estrella se desprendió del manto oscuro y recorrió mis ojos. Me levanté de un salto, corrí hacia ella. Corrí de prisa, sentí pasión. Me adentré en el bosque y, eufórico, sin cerebro, corrí. Corrí y corrí. Fue tanta mi alegría que sin pensarlo me acerqué a un árbol, y no vi el pozo. Caí rendido. Respiré hondo, y empecé de nuevo. Toqué las paredes y pisé fuerte. Miré a los costados y solo vi tierra. Cerré mis ojos y dormí con sueño.

Texto agregado el 02-09-2006, y leído por 140 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
03-07-2008 Tal vez el pozo esté para que paremos antes de estrellarnos con el árbol y poder retomar el camino golpeados pero vivos. Muy bello Hernán. Beso Mónica PENSAMIENTO6
04-09-2006 Caigo tan seguido en esos pozos, que puedo entender bastante bien muchos pasajes de este texto, y que bueno es ir alejándose de ellos para ir encontrando el espacio propio.... nada, esta bueno, respecto al texto en si, lo que mas me gustó fue los cambios que vas proponiendo con tu sueño ( dormir sin sueño, etc...) eso me gustó... y el párrafo del final, con ese sentido ciclico, tambien me pareció interesante, si esta vida no es mas que ese bosque, caer caemos seguro, hay que saber salir anag
 
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