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El vapor frío sube por la falda occidente de la montaña. Todo el hermoso paisaje verde queda oculto por la espesura de vaho de Dios que cubre con su velo blanco toda la frescura del verde natural. Escasos rayos hieren sin compasión la niebla imponente que no parece sufrir por los enviones que arremete el sol sobre su densidad. Poco a poco ese vapor helado sede por el calor del día y deja al descubierto el verde de encanto que dispone una campiña del Tolima.

La abuela contempla todo el proceso desde su silla mecedora en el balcón de la casa. Cada mañana no se deja ganar por el amanecer y observa cada uno de los cambios del panorama. Sabe perfectamente desde el día anterior si al amanecer del siguiente, la niebla invadirá todo o solo la parte baja del monte azul. Cada movimiento de los diferentes sistemas del paisaje ella lo registra, desde el aletear de una libélula hasta el cambio de color de una hoja de cualquier planta de las que rodean nuestra pequeña casa amarilla con naranja.

Algunas veces, cuando el sueño parece perderse desde la puerta hacia la ventana, yo la observo sin moverme. La veo mecerse con tanta tranquilidad que puedo compaginar perfectamente cada recuerdo de sus consejos y enseñanzas con ese momento especial de plenitud. Su voz cadenciosa juega con el movimiento de su silla, su voz y su expresión dulce. Se ve tan tranquila y tan satisfecha que me hace caer en el sopor del sueño tempranero.

Después de acomodarme mi sombrero, el que mi tía Berenice me regalo especialmente para mi, de ala bien ancha para evitar quemarme más el rostro y coger un color mas oscuro que el que tengo de nacida, salgo al pequeño huerto a revisar los frutos de las hortalizas que cultivo. Mi abuela, creo que lo sabes, sabe que yo sé que me observa desde la ventana, que me acomoda al cambio del clima como si yo fuera esa pequeña libélula que se pierde por la cañada, me hace parte del todo el sistema, pero más que el resto, porque cuando me observa, sonríe. Tal vez esa sonrisa sea el encanto de verse reflejada en mí. Estas tareas que para cualquiera pueden ser difíciles como alguna vez una niña rosada de la ciudad me dijo – mi madre no me deja ni recoger un papel que se me haya caído -, para mi es tan simple porque siempre lo he hecho. Desde bebé acompañaba a la abuela al cultivo y ella me enseñaba despacio, “como debe ser cualquier proceso” decía ella. Yo gateaba desde el maizal hasta los árboles frutales. Crecí viendo y acariciando cada fruto de cada planta que mi abuela sembraba. Sentí su vida palpitando en mis manos. Cada uno de esos frutos estaba conmigo desde ese enorme paisaje del monte azul, todo manejado con la sabiduría de mi abuela en su balcón.

Un día decidí confesarme con mi abuela. Me le acerque despacio desde el portal de su habitación hasta su pedestal que se mecía con el ritmo de la madrugada.

Abuela – Ella apenas movió su garganta para advertirme que me prestaba atención.

Me quede un segundo en silencio intentado definir de alguna forma la expresión que ella tenía y que no me dirigía a mí.

Abuela los vegetales me hablan – ella continuo viendo hacia la falda de la montaña con esa sonrisa de satisfacción que siempre mostraba en su rostro mientras yo la observaba en silencio.

Ayer me hablaron las zanahorias, o por lo menos eso creí. Sentí que se movían desde sus tallos como intentándose liberar de su cadena a la tierra – continué hablando buscando el mismo punto que ella observaba, miraba alternativamente a sus ojos y al horizonte que ellos cubrían y no pude localizarlo, tenía la mirada fija pero no veía nada o tal vez todo a la vez.

“El viento gira y se devuelve, luego vuelve a empezar y cada grano, cada insecto se acomoda a comenzar de nuevo” – Me dijo y pensé que no era un buen momento para hablarle.

Observe desde el extremo del huerto que da a la casa las zanahorias que el día anterior me habían hablado y las vi moverse entre la tierra. Preocupada mire hacia donde sale el sol y luego hacia donde se oculta y me cerciore de estar sola. “se esta volviendo loca”, me dijo Matilde cuando le conté lo que pasaba y volvió a mirar hacia la profesora. Entendí que esto era solo mío. Estando parada me preguntaba si avanzar o volver a casa y no trabajar ese día, con una pala en la mano y un canasto en la otra y mi enorme sombrero cubriéndome del sol. Me decidí. Mientras enterraba mi pala para mover la tierra escuchaba a las zanahorias cantar todas a una sola voz. Tal vez por que no les respondí la mañana de ayer, hoy no quieren verme. “¿y que le dijeron?” me pregunto Matilde a la hora del recreo y le dije – “¿para qué quiere saber si no me creerá?, me miró con esos ojos de culpabilidad y de curiosidad, intentando ocultar su incredulidad en un falso arrepentimiento. Las zanahorias ahora eran quienes me ignoraban, tal vez ofendidas por no responderles cuando me preguntaron. Estando allí quieta con la pala medio enterrar y los ojos clavados en las zanahorias, estudiaba las posibilidades y me pareció muy lógico que una planta hablara, al fin y al cabo es un ser vivo, de alguna manera se deben comunicar por lo menos entre ellas. No se por qué, pero algo me empujo a ver a mi abuela meciéndose desde el balcón y la vi asintiendo con la cabeza, tal vez era su movimiento para poderse impulsar en la mecedora, pero me pareció claro y revelador. De nuevo las observe y pretendí descubrir algún hecho que siempre ha estado allí y que yo como un simple mortal no me había percatado. Aún así no fui capaz de descubrir algo, no había alguna energía extraña flotando sobre las legumbres que les diera la posibilidad de manejar su movimiento, a pesar de que entrecerré los ojos hasta el límite y programé mi cerebro para ver la mágica gama oculta de colores ultravioleta de la que habló el profesor, que tampoco vi. Que desilusión, mi abuela debe tener más poderes de los que cualquiera pueda adquirir sentado en un huerto y con verduras hasta las orejas. Mire hacía el cielo y me quede viendo a las nubes construir figuras que cualquiera interpretaría diferente y dije – Así debe ser la vida- y fue cuando sucedió. Escuche esa minúscula vocecita que llegaba a mis oídos dirigidos al orbe y mis ojos no pudieron abrirse más. Dirigí lentamente la cabeza hacía el suelo y note que nada había cambiado, todo correspondía a su ubicación original. Buscaba con mis ojos como había sido incapaz ayer de hacerlo cuando la escuche por primera vez y pensé que habían sido las zanahorias. Ahora llegaba la idea de que tal vez me equivoque, no era una zanahoria, tal vez un nomo o un pequeño enano que viviera dentro de la tierra y me deje invadir por el terror y fue el terror el que me hizo ver un movimiento extraño de las verduras. Sentí una gran desilusión, de cualquier forma guardaba una esperanza de que fueran las verduras las que me hablaran, ahora solo pienso que tal vez fue el viento jugueteando entre los juncos del arroyo. Pero volvió y ese pequeño susurro nacía muy cerca de mi, entre todo ese matorral que soportaba mi peso. Decidí hablar – No comprendo lo que me dice – pronunciado con una voz nerviosa y nada segura de ser escuchada.
Entonces casi como una pequeña brisa que choca con el espacio vacío de un junco resonó en mis oídos esa vocecita como si fuera un grito y mire hacia el cielo un instante. Comprobé que lo que la voz me susurraba era cierto, una enorme nube empezaba a cubrir el sol, lenta, con calma, como si cada movimiento tuviera que ver con un mandato improvisado. Si, esa voz me advirtió ese mínimo cambio en el ambiente y fue maravilloso.

Entonces quise escuchar más y aplique todos mis sentidos concentrados a observar con los ojos cerrados. Hilos de vientos tejían en el aire frases separadas, era toda una colcha de retazos de aquellas que hacía la tía Berenice. Allí con los ojos cerrados pude ver miles de colores que navegaban por el cielo, unos mas agudos otros mas graves. No eran las zanahorias las que me hablaron, pero si participaron de la conversación. Esa imperceptible imperfección de una de ella marcaba el paso del viento sobre ella y un nuevo y revelador susurro llegaba hacia mi.

Me levanté aún con los ojos cerrados y caminé viendo cada cosa del paisaje. Veía las zanahorias, cada una de ellas, pude ver dentro de ellas, esa savia que recorría en conductos cada espacio de su interior y cómo una de ellas perdía el fluido y se marchitaba lentamente. Por fuera era perfecta, más grande que las demás y comprendí que es la madurez en una zanahoria. Ella allí sobre el suelo, estaba dispuesta a ser recogida y llevada para su función final, ser parte de la savia de otra especie.

Eso mismo observe en cada una de las otras hortalizas. La vida misma haciendo presencia en una nueva vida, con el ímpetu de un río dentro de ella. Cada vegetal, desde el pasto que amortigua el paso de mis pies sobre ellos, hasta el árbol gigante estacionado en el centro del pastizal. Vi a las piedras entrando en la orquesta con esa estructura imperturbable, ofreciendo sonidos graves a toda la revelación de la mañana, los insectos que sobrevolaban con el agudo ulular de sus alas hacia las notas agudas de la sinfonía natural, la hoja que cae del árbol, la hierva intentado recuperar su estado normal después de servir de alfombra a mis pies desnudos, los pétalos, las espinas, los pequeños cabellos de los tallos, cada una de las orugas que suben por ellos, las hormigas, todo participaba en la construcción de su futuro.

Esos delgados hilos de viento bordeando cada uno de ellos era una palabra, una frase que se convertía en un dialogo conmigo. Supe la edad de cada ser viviente a mi alrededor, la cantidad de vida que su cuerpo puede albergar, la fuerza que le da esa vida, lo supe todo, estando de pie y caminando sobre sonidos.

Abrí mis ojos y observe el sol naciente sobre mi horizonte, el formidable astro que actúa como impulsor de toda vida que me rodeaba y también sobre la mía. No lo había pensado, pero sabía que a partir de esa mañana ya no sería la misma. Comprendí la respuesta de mi abuela.

Pasado un tiempo desde aquel día de luces y sonidos, me quise observar con los ojos de antes, aquellos que sólo veían a la abuela sonriente mecerse cada amanecer y las hortalizas inmóviles en el suelo y reconocí mis propios cambios.

En la escuela me siento en la última silla, la primera vez que lo hice, vi como Matilde fruncía el ceño desde tres filas adelante mío extrañada por mi arrebato. Ese mismo día recibí un regaño de mi profesora por dormir en clase. Caminaba sonriente, la verdad creo que sonreí todo el tiempo, desde que me levante de la cama hasta cuando llegue, incluso creo que lo hice dormida. Matilde de nuevo me miraba extrañada abrazando sus cuadernos y dejando que el viento jugueteara con los cabellos largos y desordenados que bordeaban su sombrero. No me quito los ojos durante todo el camino.

Ya no necesitaba madrugar tanto para cuidar de mi huerto. Sabía el momento oportuno de cada proceso, desde el riego hasta el cultivo. El separar una hortaliza en el tiempo ideal, desata una horda de sonidos de agradecimiento. Toda la naturaleza conectada entre sí, siente cada movimiento.

Hoy quise acompañar a mi abuela en su balcón. Arrastre hasta ella una silla mecedora carcomida por el tiempo. La brisa desataba las cortinas y su velo rozaba tiernamente la figura de abuela mientras me acercaba a ella. Acomode mi silla cubriendo el movimiento vehemente de las cortinas y me mecí al mismo compás de mi abuela. Ella sonreía como siempre con sus pequeños ojos escondidos en las miles de arrugas de su cara. Allí estuvimos sentadas contemplando el futuro por la ventana.

Te ha llegado muy temprano Mariela-, me dijo – aunque pensándolo bien siempre oí el futuro pero no le quise poner cuidado. Mi realidad era muy diferente a la tuya en ese momento. Tenía hermanos que perturbaban la serenidad de la charla del viento. Tú siempre te has concentrado en ese huerto y tu disposición siempre ha sido la mejor. Creo que no es que te haya sorprendido temprano, es que tú tenías el oído para escucharlo – y finalizó esa frase sin mover sus labios. Ella que tanto tiempo había descubierto este proceso ahora era parte de él.

Las dos allí sentadas, meciendo la realidad para descifrar el mañana del que habla el viento en el brumoso monte azul.

Texto agregado el 01-09-2006, y leído por 355 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
05-12-2006 que bello eres, estoy en deuda contigo...algo tengo creado para ti... antagomagno
22-10-2006 Es emocionante cuando se leen historias buenas y bien escritas como esta, te dejo un universo de estrellas y un beso. Debbie
14-09-2006 Aunque pasé por alto la frase: ..."Incluso creo que lo hice dormida".... De todas maneras es una historia excelente! compa
14-09-2006 ¡Interesante texto! Me llamó la atención un detalle que quizás, inconscientemente se dió y que vine a descubrir, si era un hombre o una mujer, casi al final de la historia cuando dices: " Alli estuvimos SENTADAS contemplando el futuro por la ventana" ¡Felicitaciones! compa
06-09-2006 Apasionada por lo que es pero no es, lo que está pero no está, lo que escuchas y sientes pero nadie más lo advierte. A eso se le llama estar realmente despierta en el mundo a través de la sensibilidad demostrada también en el amor. Hermoso escrito, gracias por invitarme. alipuso
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