Eras martes, y el joven de las chancletas verdes había vuelto a escribir. Esta vez en una hoja de papel, ya no en servilletas, y su mensaje era atronador. Sus palabras eran frías y amargas, dulces y a la vez serenas, dolorosas pero auténticas ¡Bien auténticas! En solo una línea consiguió reflejar los más tormentosos pensamientos de un hombre que le aterraba sentirse solo, un hombre que buscaba comprender sus miedos mirando siempre a los demás. De alguna manera solo podía reafirmarse sintiendo que alguna vez ya existió algo semejante, que todo así de nuevo no podía sucederle a él.
Las letras de la hoja de papel acontecían como lo esperado hasta que dieron un giro de lo más excéntrico. Las letras se teñían en rojo según iban siendo leídas aunque los sentimientos que evocaban no eran alterados, esta vez las letras no trataban de definir inútilmente las ocultas fobias de toda persona, sino narraban los sucesos en la casa Collins. – Alguien sospechó de lo aburrido de la escena hasta llegar al corazón de la historia.- En efecto fueron las siluetas de la familia Collins las que se dibujaron por medio de esas ondas cerebrales que emanaba la lectura de las letras rojas, y eran, sus figuras, altas y delgadas. Por un momento uno de los jóvenes confesó su más temido secreto, a voces, en la escena, pero pocos fueron quienes le oyeron. Seguido de la pequeña niña Collins, quien arrojó algo de pintura verde a un gato blanco. – La hoja terminó su primera cara y giró para continuar siendo leída.- Los allí presentes dibujaron muecas de desdicha y apenas dejaron entrever las terribles dudas que les suscitó la travesura.
La historia de los Collins era, en realidad, una sucesión de hechos aburridos. Cuanto más oscuros eran los secretos de los presentes menos color adquirían sus figuras, y fue tal la dureza de sus esfuerzos por transmitir tales fobias que dejaron de existir por un tiempo. Cómo mínimo unos segundos.